La crónica última de “Pico y Espuela” se refiere a los “pencos”, no sé si como respuesta a mi último artículo de fondo. La verdad es que en mi vida, a lo largo de infinidad de crónicas gallísticas, he llamado a un gallo “penco”, pero más por no molestar al casteador (y porque yo, que nunca he casteado, siento estima hacia cualquier casteador) que porque crea que no existen. Haberlos, haylos, y yo en esto discrepo cordialmente de “Pico y Espuela”. En gallos hay calidades y diferencias, como en todos los aspectos de la realidad y de la vida. No es lo mismo “el Romanones” o “el Torero” (o cualquiera de la infinidad de gallos que se han consagrado en Canarias) que un gallo, y hemos visto muchos, que tan solo al ser arañado coge varillas. “Pico y Espuela” los compara a los seres humanos, pero esa comparación no es certera. No es lo mismo un Hitler que un Gandhi, un Stalin que un Tolstoi, un inquisidor que un Cervantes, un criminal a sangre fría que su víctima desvalida, un burócrata que desgracia a los que pasan por su ventanilla y una persona sencilla que tan solo intenta vivir. No: todos no somos iguales. Eso es una invención de algunos políticos, cuyos enormes sueldos, por lo demás, no son desde luego iguales a los de un honesto trabajador. Los aficionados a los gallos son en su inmensa mayoría –y lo digo por conocer a tantos– gente de bien, que saben perfectamente la diferencia entre un hijo de puta (con perdón de su madre) y lo que llamamos “una bellísima persona”. De esto último tenemos infinidad de ejemplos en nuestra historia gallística de Canarias, y sin ir más lejos el otro día recordaba yo a nuestro inolvidable Miguel Machín.
Pero volvamos a los gallos, refiriendo una anécdota. Hace unos doce años, un casteador de Arucas a quien ya no le peleaban los gallos en su partido, se trajo, con Bolaños, tres a Tenerife para pelear contra Güímar. A la entrada, me insistió en la injusticia de haberle echado atrás (ya no sé que cuidador) sus gallitos, y en que los tres que le iban a pelear no me defraudarían. Pues bien: dos cogieron varillas, y el tercero fue retirado para que no hiciera lo mismo. A la salida, fui yo quien se escondió, para no tener que hacerle pasar la vergüenza de que se encontrara conmigo. De este casteador no se ha vuelto a saber nada más.
Hace 50 años, en Gran Canaria, había grandes cuidadores (Pablo Amador, Julián Castillo, Domingo Prieto), grandes casteadores (don Ramón Rodríguez, don José Villegas, don José Hernández López, y un largo etcétera) y los gallos se criaban sueltos en los campos. Hoy ya no hay cuidadores como aquellos, tampoco hay casteadores como aquellos y los gallos casi todos son criados en gallineros. Si Pancho “el Músico”, cuyas dotes de trabajo eran sobrehumanas, hablaba de lo difícil que era poner 7 gallos a punto cada jornada en aquellos tiempos en que la cuida era un arte y abundaban los gallos fenómenos, imaginemos hoy hacerlo con 8, y encima muchas veces de castas dudosas y criados en gallineros. Hace unas pocas semanas, el principal valor de los nuevos cuidadores canarios, Samuel Mateo, hombre de raíces, puesto que aprendió de Adolfo, quien aprendió de Pablo y Julián, quienes aprendieron de Pancho “el Músico”, quien aprendió de Adolfito, denunciaba la falta de pundonor de los casteadores para los que subir un gallo sin calidad a la valla no representa problema alguno. Y esto, con tantas peleas y los campeonatos de casteadores, es hoy habitual. Cuando la cantidad suplanta a la calidad, los “pencos” pasan a ser abundantes. Que “Pico y Espuela” le pregunte a cualquier cuidador si basta con tener cantidad de gallos para hacer una buena temporada. Ahí mismo tiene el ejemplo de Roni: pocos gallos de calidad y un excelente papel, tanto el pasado año como este. Pero milagros sólo los hacía “el Músico”.
Habla nuestro amigo “Pico y Espuela” de las peleas que se prolongan en busca de las tablas con los gallos en un estado deplorable. Por desgracia, no sirve de nada hacerlo. En los años 60, el artista Vinicio Marcos, repetidamente, puso el dedo en esta vergonzosa llaga. Nadie le hizo caso, y al final acabó por “alejarse de las galleras” (estas son palabras textuales suyas). Yo mismo lo he denunciado muchas veces, sin que jamás haya servido de nada. La responsabilidad es de los soltadores y, en La Palma, los presidentes de valla. Hace unos años, a un soltador de Tenerife que no daba las tablas y que yo sé que es contrario a estos espectáculos, le dije que por qué no lo había hecho. Respuesta: “¿Estás loco? Los partidarios me matan”.
En cuanto a la puntualidad, remito a los lectores al artículo “Garrafón” del “Diccionario”. Quien primero me habló del “Garrafón” fue don Juan Rodríguez Drincourt. Era “el Garrafón” un aficionado que, con un vozarrón impresionante, desde que pasaba un minuto de la hora, gritaba en el Cuyás: “¡¡Gaaaallos!!”. Luego me encontré una crónica de Daniel Navarro (“Cacharrito”) en que lo nombraba, revelando que no era otro este “Garrafón” que “Pepito el lechero”. ¡Qué tiempos aquellos!
¿Y qué decir de las tablas? Claro que hay tablas extraordinarias, y no digamos las que ponen fin rápido a un combate en que los gallos se han destrozado con las espuelas, y los soltadores los retiran de común acuerdo para salvarlos, o como homenaje a su gloriosa lid. Pero a lo que nos referimos es a las tablas amormantes, de gallos que ni se han arañado y podrían seguir toda la tarde dándose palos. De esto hemos visto muchas. Una jornada con tres o cuatro tablas es raro que no haya sido una pésima jornada. Hay muchas tablas porque no hay espuelas, que es lo que pasa en los campeonatos de casteadores. Un espectador que no lleve gallos a concursar poco pinta en ellas, ya que lo que le espera es de pena. Y hasta los que concursan: recuerdo en uno de los pocos campeonatos a que he asistido a más de un casteador bebiendo en la barra del bar y de pronto decir: “Me voy, que después de esta pelea mi gallo”. Y pasa lo mismo con los tiempos de las peleas. Una riña larga puede ser extraordinaria, sin duda, pero lo habitual es que una jornada de peleas largas sea una mala jornada. Pero en fin, sobre estos temas gallísticos podríamos seguir hablando durante horas, y no se trata de ponernos a la poca altura de esas jornadas mortíferas.