Gracias a nuestro amigo, el culto aficionado brasileño Écio Portes, hemos podido conocer una obra de la literatura brasileña de contenido gallístico. Se trata de “El coronel y el lobisón”, de José Cândido Carvalho (1914-1989), obra que es todo un clásico de dicha literatura, y que en nada resulta inferior al famoso “El coronel no tiene quien le escriba” de García Márquez. Fue publicada en 1964, habiéndose hecho de ella innumerables ediciones en Brasil, así como traducciones al alemán, al inglés, al francés, al italiano y al español. Manejamos la traducción al español publicada en Buenos Aires en 1974, con simpáticos dibujos de Appe.
“El coronel y el lobisón” es la novela de un personaje extraordinario, el coronel Ponciano de Azeredo Furtado, quien narra sus memorias, llenas de humor y fantasía. Natural de la Plaza de Campos dos Goitacazes, reside en sus posesiones del Sobradinho. De enorme estatura, muy corpulento, con barbas regias, nunca deja de fumar sus habanos “Flor de Oro”.
En el capítulo 6 es cuando irrumpe un pollito melado que, al traérselo a su presencia, no pasaba “de un montoncito de plumas ralas, cuello de línea, patas de palo, casi todo pelado”. El coronel porfía en hacer de él “un bicho famoso” y le toma un afecto que el pollito le retribuye. “Vivía cerca de mí, como perro en los talones del sueño. Donde yo estuviera, allá estaba él, cacareando, orgulloso de su padrino coronel”.
“En dos meses de maíz y buen pasar, el pollo tenía otro aspecto. Ganó plumaje, canto de fuerza, corrida ligera. Tenía una manera graciosa de mirar. ¡Metido, como él solo! El coronel no era hombre de abrir un diario sin que él no quisiera ver. Y yo me burlaba: –¿Su personita quiere estar al par de las novedades de la política?”.
Una tarde, el coronel oye una escandalera en el patio, y viene a ser que el pollito estaba trabando guerra feroz con “un gallo de tierra”, de mayor peso. Cuando uno de los hombres del coronel va a separarlos: “No lo consiguió, ni tampoco tuvo tiempo. Con dos buenos golpes como para reventar, la prenda limpió el terreno. El galán, pesado, agarrado en parte fofa, bien en la raíz del papo, cambió pata y fue a caer, medio descangallado y ya de cabeza escondida debajo del ala. En esta postura, dio dos estertores por honra de la firma, y se borró. Antão gritó que un gallo de tiro tan mortal él no había visto nunca ni vería en el resto de su vida. Saturnino Barba de Gato, llegado en medio de la pelea, en seguida encontró apodo para el valiente: –Vermelhinho Pé de Pilão”.
Lo que podríamos traducir por “Coloradito Pata de Pilón”. El coronel aprueba el bautismo y le encarga a Antão le busque en Poço Gordo, tierra de gallistas, “alguien capaz de perfeccionar las artes del bichito. Ansiaba que aprendiera todas las artimañas de las riñas, tomara espolón de cuchillo, ala de gavión y coz de mula: –¡Quiero ver a este bichito más pertrechado que un tren de guerra!”.
Y así, una mañana, parte en viaje de aprendizaje “el gallo de mi chifladura. Era de romper el corazón ver cómo miraba a su padrino. Destilaba tristeza, como si fuera para el cautiverio a cumplir la pena de nunca volver. En su orejita planté una lección de coraje: –¡Usted, mi negrito, va a ganar tuétano!”.
Seis meses se pasa Vermelhinho (léase vermelliño) aprendiendo a pelear, y las noticias de su bravura llegan al Sobradinho:
“Andaba adelantado en astucias de riñas, y a más de media docena de mestizos ya su espolón había difunteado. El propio entrenador, que conocía a los gallos buenos hasta por el olor, vivía de admiración en admiración. Mandaron de Poço Gordo una propuesta de trueque: el gallo por cuatro bueyes de carga:
–Además de algunas obligaciones de dinero, coronel.
Rechacé de mal modo:
–¡Que vaya a cambiar a su madre!”
Por fin vuelve el gallo de Poço Gordo:
“Casi di una fiesta en el Sobradinho, con cabrito en la mesa y cohetes en el cielo. Me obstiné en llamar a João Ramalho para que mirara la obra. Vino confundido de modales. Había dado sentencia en contra del gallináceo y estaba obligado a reconocer su error. Se quedó a un costado, sin creer lo que veía. Pasé al gallo de mano en mano. Que la gente viera la pieza, que apreciara la gallardía:
–¡Vean qué porte, qué navaja de espolón!”.
El coronel le dice a João Ramalho que le traiga lo mejor de su criadero, y se celebra la pelea:
“¡Pobrecito! Perdió la apuesta y tuvo el disgusto de ver a su gallo con la cabeza abierta en dos. Los sesos se desparramaron lejos.”
La fama de Vermelhinho (“con ese tiro libre ni un buey aguanta”) se extiende:
“La fama del bicho tuvo vela suelta. Saltó los corrales y fue a golpear en tierra de gallistas, tan lejos de mis pagos que carta salida de por allá llegaba al Sobradinho con mes y medio de correo. De tan lejanos lugares, un sujeto quería saber intimidades del Pé de Pilão, su nacimiento, parentescos y cruzamientos. Como el pedido no viniera según la regla de la buena educación, mandé que él fuera a rascarse la ingle:
–No tiene para qué saber nada.
Pero digo que forrado de tanta gloria el gallo del Sobradinho no cayó en soberbia. Siempre el mismo, de ánimo alegre, desnudo de orgullo. A cualquier otro que no tuviera su carácter de piedra, en seguida se le daba vuelta la cabeza, como el Vinagre del capitán Aristeu Beda, que por haber vencido en dos o tres desafíos comenzó a portarse como un mal educado. Se empacaba, quería comer en plato de loza, como si fuera un cristiano. Pé de Pilão procedía de manera muy distinta, y fuera de la pelea era de trato esmerado, sin vanidad. Para su comodidad le mandé levantar una casa de un conto de réis, con bebedero de vidrio y aseladero torneado por el mejor tornero de Santo Amaro. Cuando el último clavo fue usado mandé llamar al gallo:
–¡Vea qué grandeza, capitancito!
Mostró desprecio por todas esas mejoras y continuó en su gajo de limón, nacido cerca de mi cuarto. Desde ese mirador él daba órdenes al rayar el día. Al primer canto de él, el Sobradinho saltaba de la cama y corría hacia el café de la mañana. Yo lanzaba mi corpachón por la ventana, y ahí estaba su carita en servicio de contentamiento de Ponciano. Siendo yo hombre de armas, me gustaba darle honores de grado militar:
–Buen día, mi capitán, ¿cómo va su personita?
Trepado en su gajo de limón, Vermelhinho bajaba y levantaba la cabeza, feliz y lleno de arrogancia. A la gente le causaba gracia tanta amistad, tanto cariño, al punto de decir:
–El coronel no se desprende de su gallo de guerra ni por cien reses de Piauí”.
Los domingos, tras los bautizados, peleaba Vermelhinho, y el cura desde el altar amenazó con dirigirse al obispo. Pero eran tantas las fiestas y bautizados –“la gente traía gallos al patio y niños para la sal del agua bendita”– que el cura cedió.
“Yo dejaba a Vermelhinho afilarse los espolones en la cara de la mestizada. ¡Era un morir de gallos, sin cuenta! Más de veinte piezas de comprobado coraje, sangraron en las armas de Pé de Pilão, fuera de algunas insignificancias menudas, tales como pollos y gallos de la tierra. De lejos llegaban gallistas, en viaje de mucha silla y tren, por el gusto de apreciar una acción de mi prenda. Tanta bizarría pinchó el orgullo del mayor Badejo dos Santos, de los lados de Degredo. De sus corrales, en carta de sujeto que sabía dónde tenía la nariz, mandó pedir fecha para una pelea acompañada de apuesta. Respondí que aceptaba, dando pequeña ventaja en lo concerniente al pesaje. Estaba enterado que el bicho del mayor Badejo era de quebrar balanza, ¡un gallazo! de pata exterminadora”.
Un domingo de fiesta llega el otro gallo:
“Era pieza como para que un cristiano midiera y se pasmara. Rascaba el piso de la terraza como un toro en campo cerrado, orgulloso, sin respeto.”
Comienza la pelea:
“Llegué a morder el cigarro cuando aquel tren de guerra largó en carrera en dirección a mi prenda”.
El mayor dobla la apuesta, pero, nos sigue contando el coronel Ponciano, “con una arrimada de pie, administrada bien en el vacío del papo, mi gallo puso a la pieza del mayor en su debido lugar, cabeza torcida y cola en el viento. Las risas sacudieron el patio y en la polvareda de esa alegría tramé mi pillería. Me retorcí la barba, avivé la brasa del cigarro, e inquirí en solfa:
–Don Pereira, ¿esta pelea comienza o no comienza?
Badejo dos Santos pagó sus deudas y salió del Sobradinho con la cabeza baja. Algunos días después, en la conversación con un jefe de tropa que se detuvo a las sombras de las casuarinas para refrescar los cascos, supe que el mayor, con el disgusto sufrido, vació todas las jaulas de cría y dio por mal terminada su carrera de gallista:
–Me dieron repugnancia los gallos. Ahora voy a criar canarios.
Le conté lo sucedido a Vermelhinho
–¡Capitancito, usted acaba terminando con todas las riñas de gallos en este país!”.
Ya nuestros lectores se han hecho una idea del magnífico estilo de este escritor brasileño, cuya novela es una delicia de cabo a rabo, no solo por lo que respecta a las aventuras de Vermelhinho Pé de Pilão. Lo que sigue es el desafío hecho por un médico de Ponta Grossa, muy respetado por el coronel, no queriendo Ponciano en realidad pelearle a su gallo. Un primo del doctor le dice a este que las peleas son “un martirio”, y que el gobierno “debiera intervenir en esto”, pero el doctor “creció en defensa de la gente gallista. Lo que el gobierno debía hacer era mirar el bandidaje político, gente enriqueciéndose del día a la noche”. El doctor ha venido al Sobradinho para ver “al tal gallo, que con su espolón devastaba patios y riñas”. No le gusta que lo haya preparado el entrenador de Poço Gordo, porque “echó a perder un cresta de sierra que crié con mimos de padre”, y tampoco le convence Vermelhinho:
“–No engatuso a nadie. Soy gallista desde chico, y conozco a esta raza desde el huevo.
Por eso, y sin ofender a los presentes, podía garantizar que el gallo del Sobradinho no tenía porte para aguantar un tren de pelea como el del cuello pelado de su criadero:
–Apuesto una boyada contra dos carneros que el gallo del amigo Ponciano va a pasar su primer susto”.
El coronel le deja que presuma:
“Quedó libre para contar y recontar las peripecias del pescuezo pelado de Ponta Grossa, desde que saliera del huevo hasta que entrara en el servicio militar. Solo comía alpiste, maíz escogido y hueso rayado. Había viajado legua sobre legua para conseguir, en colegio de buen entrenador, firmeza en el pescuezo. Y sobre tantas virtudes, el malvado de Ponta Grossa estaba munido de un vicio que nadie le sacaba:
–Aprecia vaciar ojos, que es la parte donde él pega con más fuerza”.
Sigue la pelea, maravillosamente descrita, con que concluye este capítulo. No la vamos a transcribir aquí, ya que este artículo se haría interminable: que el lector interesado se agencie el libro, como yo me agencié la traducción argentina. Naturalmente, resulta vencedor el gallito del coronel, que así se consagraba, volando los sombreros de los campesinos del Sobradinho como volaban los de los canarios en las grandes peleas antiguas.
En el capítulo 7, el coronel recibe una carta del doctor, quien se ha enterado que está molestando al coronel un cobrador de impuestos. El doctor le dice que cuente con él, porque “amistad de gallista no queda solo en el patio y en el espolón de los gallos”, y le dice también que meta en pelea al gallo Vermelhinho, porque es “muy capaz de dar con el trasero del cobrador de impuestos en el barro del camino”. El coronel le muestra a Vermelhinho la carta del doctor:
“–¡Mire esto, capitancito! Un escrito del doctor hablando de su personita”.
En el capítulo 8, Vermelhinho se enfrenta a un bicho de la selva, un “surucucú”, especie de temible cobra venenosa. El surucucú acaba yéndose, pero Vermelhinho le coge tal odio a los bichos rastreros que empieza a cargarse todos los que se encuentra. De hecho, ya solo vive para que reaparezca el surucucú. El épico combate tendrá lugar en el capítulo 10, perdiéndose el rastro de uno y otro por el arenal marino.