Iniciamos hoy la reseña de una serie de obras de materia gallística, y nada mejor para hacerlo que este maravilloso libro publicado en Lille el año de 1939, con ilustraciones del magnífico dibujante Del Marle. Su autor es Arnauld de Corbie, y versa sobre las peleas de gallos en la provincia del Nord y del Pas-de-Calais, que es donde la afición francesa ha sido extraordinaria y se mantiene hoy en día. En nuestra lista de enlaces, remitimos a la página web del actual Club Française des Combattants du Nord.
El libro lleva un prólogo del entonces vicepresidente de la Federación de Casteadores del Norte y Pas-de-Calais, Paul Masurel. Fijémonos en la fecha: 1939, o sea uno de los momentos más terribles del siglo XX. Pero entonces, como ahora, se hablaba de “crueldad” a propósito de las peleas de gallos. Paul Masurel escribe:
“Aprovecharé la ocasión que se me da para defender la causa de las peleas de gallos y para cantar la gloria de estas nobles aves, batalladoras por instinto, que si mueren un día sobre el tapiz de la valla después de un combate valiente, han disfrutado hasta ese momento de una existencia más confortable y de una suerte más envidiable que la de sus congéneres de gallinero, condenadas a un degüello vergonzoso, para servir fines alimenticios”.
Y volvamos a señalar la fecha: 1939, o sea cuando aún ni de lejos se había llegado a la industrialización de los pobres pollos, hinchados con productos químicos legales cuando no obligatorios y hacinados en espacios de máxima producción.
Las tradiciones duraderas
También reflexionemos con el siguiente pasaje, donde de Corbie se lamenta por una uniformización de las costumbres que no era nada al lado de lo que se impone hoy:
“El viejo individualismo regional, tanto tiempo lleno de vida puesto que forma parte del carácter francés, rebelde a toda tentativa de domesticación, no se ha apagado aún. Pero se encuentra bastante enfermo y, desde hace algunos años, el progreso representado por la multiplicidad y la rapidez de los medios de transporte y de comunicación, parece querer apresurar el fin del moribundo.
Hoy, los excesos de un centralismo descaracterizador nos encaminan a un aborregamiento de las masas y tienden cada vez más a establecer por todas partes el reino de la banalidad.
La estandarización –¡espantoso neologismo!– no causa estragos solo en el dominio de la vestimenta, asegurando el triunfo por todas partes de la ropa de confección producida a millones de ejemplares, sino que también ha alcanzado a los juegos y a las distracciones populares consideradas justamente como uno de los elementos más importantes del particularismo provincial. El deporte anglosajón y el cine internacional, por su acción niveladora, han sometido el mundo entero a leyes uniformes. La atonía generalizada de que sufren nuestros contemporáneos conduce fatalmente al gusto de las soluciones perezosas.
¿Qué ha sido, tras esto, de nuestros juegos seculares? Destronados por la concurrencia extranjera, la mayor parte han desaparecido. La mayor parte, pero no todos”.
En efecto: como en Canarias, no todos: “Los criadores de gallos componen el último reducto de esos tradicionalistas obstinados que han resistido hasta ahora a los más duros asaltos.” Además, como en Canarias, se trata de una tradición ininterrumpida, no como otras recuperadas por políticos oportunistas: “Tal constancia no tiene nada de artificial. No procede de una de esas «restauraciones» intempestivas, peores que la ruina”.
Una pasión vieja como el mundo
Arnauld de Corbie dedica un capítulo a la afición mundial a los gallos, del que traduzco estos pasajes:
“Si un juego merece el epíteto de popular, es el que opone, a los ojos de una asistencia tumultuosa y palpitante, a dos gallos, luchadores profesionales, animados del salvaje deseo de matarse.
Se lo practica en Camboya y en Laos, en China, en Japón, en Abisinia, en el Senegal, en México, en Canadá, en Perú, en Manila, en las Antillas, en el archipiélago de la Sonda, en las islas Molucas, en las islas Filipinas...
Cuenta legiones de admiradores frenéticos en Inglaterra, en Bélgica y en Francia. Pero entre nosotros, su dominio se reduce a una porción bien delimitada de las provincias del Norte y del Pas-de-Calais, donde su importancia es equivalente a la de las corridas de toros en España.
«Los hombres, escribe Buffon, que sacan partido de todo para su diversión, han sabido aprovechar esta antipatía invencible que la naturaleza ha establecido entre un gallo y un gallo; han cultivado este odio innato con tanto arte, que los combates de dos aves de corral han sido dignos de interesar la curiosidad de los pueblos, incluso de los pueblos cultivados, y al mismo tiempo de desarrollar y de conservar en las almas esta ferocidad, que es el germen del heroísmo».
¿Pero por qué no suponer que los primeros casteadores fueron los rudos cazadores de la edad de piedra, que, lanzados sobre la pista de un urogallo, se detuvieron un instante, en un claro del bosque, a seguir el feroz enfrentamiento de dos gallináceas salvajes que resolvían una rivalidad amorosa con la punta del pico y de la espuela?
No parece temerario afirmar que el gusto de las peleas de gallos nos viene de Asia, como el gallo mismo, cuyo prototipo, el Gallus Bankiva de los naturalistas, vive aún en libertad en los bosques de la India y de Indochina. Son sin duda los fenicios quienes los han propagado por toda la cuenca del Mediterráneo.”
Sigue Arnauld de Corbie hablando de los gallos y los antiguos griegos. Famosos fueron los de Tanagra, mientras que Marcial nombró a los de Rodas y Delos y Píndaro a los de Pérgamo. Muy conocida es la historia de Temístocles, quien, al ir a combatir a los persas, les puso a sus soldados como ejemplo que los enardeciera una pelea de gallos, diciéndoles que si los gallos luchaban solo por el deseo de vencer, qué deberían hacer ellos, que combatían por sus hogares, por las tumbas de sus padres, por la libertad. Y cuenta la leyenda que sus palabras reanimaron el coraje de su armada, logrando vencer a los invasores persas.
Dos mosaicos del Museo de Nápoles, provenientes de la Casa dei Vettii de Pompeya atestiguan la afición romana. Uno de estos mosaicos lo tenemos reproducido en una postal que nos trajo de Nápoles el gran aficionado tinerfeño Ángel Benítez de Lugo, y lo publicaremos próximamente.
De Corbie se pregunta si la entrada de los gallos finos en Francia no se habrá producido al invadir César las Galias, lo que parece más lógico que remitir a la ocupación española. “Una cosa es indiscutible: las peleas de gallos se realizan en Francia desde hace cientos de años. En el siglo XIII, ya este juego se había desarrollado de tal manera, sobre todo entre los estudiantes, que las autoridades religiosas se vieron obligadas a intervenir. En 1260, el arzobispo de Burdeos las prohibía, por ser «causa de muchos males», «ocasión de pecado y una pérdida de tiempo». Hasta el siglo XVIII, en Picardía, en Amiens y en Corbie sobre todo, se desarrollaban según un ceremonial inmutable, todos los años, el jueves de carnaval”. El estudiante que ganaba era elegido “Rey de los pollos”, y durante todo el año disfrutaba de ciertos honores entre sus condiscípulos, que le formaban el jueves de la tercera semana de la cuaresma “una especie de corte compuesta de guardas armados de bastones con hierros, que lo acompañaban en su marcha”.
“Pero la verdadera tierra clásica de este juego habrá sido la Gran Bretaña. Bajo el reinado de Enrique VIII, el pueblo inglés manifestaba un entusiasmo loco por las peleas, singularmente durante el Carnaval. Este entusiasmo, reprimido algunos años por la influencia dominante de los puritanos, se convirtió, tras la muerte de Cromwell, y a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX, en una pasión delirante de la que el buril satírico de Hogarth nos ha dejado un sorprendente testimonio”.
Solo el puritanismo protestante –que hoy encuentra su equivalente entre nosotros en la mentalidad ecofascista– pudo acabar con esta afición que alcanzó a todas las clases sociales británicas.
Se refiere luego de Corbie a los pintores de gallos finos Frans Snyders, Jean Fyt y Albert Cuyp, cuyas composiciones violentas, llenas de movimiento y de color, revelan el auge de las peleas en Flandes y Holanda durante el siglo XVII. En Francia hubo también pintores que se inspiraron en las riñas, citando de Corbie a Jean-Baptiste Oudry, artista del XVIII que les consagró un gran cuadro conservado en el castillo de Compiègne. Y cierra este capítulo con el siguiente párrafo:
“En 1828 y en 1829 se intentaron introducir las peleas de gallos en París. Se organizaron en el Bois de Boulogne y un hotel de Saint-Honoré, pero sin éxito. Faltaba alrededor del parque y en el recinto lleno de snobs y de mirones la atmósfera tan especial y cargada de sortilegios sin la cual estos sangrientos enfrentamientos no son más que bárbaras exhibiciones, la atmósfera de fervor y de vitalidad atronadora, de risa sonora y de gravedad contenida, de alboroto desenfrenado y de alegría solemne que transfigura nuestras quermeses y nuestras ferias en ceremonias rituales, aureoladas de una áspera y rústica poesía llegada, intacta, del fondo de los tiempos...”
La unión hace la fuerza...
Esta divisa de los casteadores belgas da título al siguiente capítulo, donde se nos dan los nombres de las asociaciones gallísticas francesas y el del semanario dedicado a los gallos: “Le Coq Gaulois”. El autor entrevista al presidente de la Federación, que viene a ser... un notable músico, como lo era el más famoso cuidador canario. Y dice de Corbie, con humor: “Son imprevisibles los caminos que conducen de la orquestación a las peleas de gallos”.
No puede faltar en este capítulo el tema del prohibicionismo:
“Es sabido que los poderes públicos han intentado, en varias ocasiones, prohibir las peleas de gallos en Francia, así como ello ha ocurrido en Inglaterra, en Canadá y en Bélgica, donde este género de espectáculo cae hoy bajo el golpe de una prohibición... formal, puesto que los casteadores ingleses, canadienses y belgas no han renunciado a su querida afición”. Como hemos dicho repetidas veces, lo mismo ocurriría en Canarias si algún día eso llegara a acontecer.
Su Majestad el Gallo
Un largo capítulo se dedica al héroe de la fiesta:
“Yo le rindo con mucho gusto este homenaje, pues considero al gallo un animal simpático y al que sería injusto confundir en el tropel cotorreante de otros volátiles de estupidez proverbial. Su porte caballeresco y decidido, su vestimenta resplandeciente, su penacho y su audacia atrajeron muy pronto la atención de los hombres, que le han dado en la leyenda y el simbolismo un lugar de honor”.
Comienza el autor señalando su presencia en la Roma antigua: sobre el casco de las estatuas de Minerva, acompañando las representaciones de Marte, Mercurio o Esculapio, o en muchas medallas. Luego, en el cristianismo, o en la heráldica, donde simboliza el coraje y la fiereza. Es también el ave de la sabiduría, ya que bate tres veces las alas antes de lanzar su kikirikí, exhortándonos así a nunca hablar sin antes reflexionar lo que queremos decir. En Francia, tras historiar las monedas galas y aparecer en las banderas guerreras, sigue siendo “una especie de tótem nacional que los campeones deportivos enarbolan en su maillot cuando van a defender los colores franceses en el extranjero”.
A continuación se señala la tajante diferencia entre el gallo fino y el gallo vulgar. Aunque ambos procedan del salvaje Bankiva, solo el gallo fino no ha degenerado. Estamos aquí muy lejos de la falsa idea que considera al gallo fino como una creación artificial. Al contrario. De Corbie observa cómo la descripción del Bankiva se corresponde, salvo en el tamaño, con la del “gran combatiente del Norte”, o sea el gallo clásico francés, “salido por cruces sucesivos del combatiente indio”, y que se encuentra a lo largo de la frontera francesa, de Dunkerque a Lille, y también en Bélgica.
Habla luego de los colores de los gallos, del momento en que hay que separar los pollos, de la cría en los campos, del descrestaje, de la preparación. En esto último, señala, para los que no entienden, que el gallo para pelear no necesita preparación, en el sentido de que “no es necesario atizar su instinto belicoso, cuya violencia se manifiesta desde la más temprana edad”. La preparación elemental es la corrida, trabajo arduo donde los haya, como es bien sabido, pero de Corbie alude también a lo que llamamos nosotros pechas, y asiste a unas en Bélgica. Como en ese país estaban prohibidas, “teníamos los presentes el aire de unos conjurados reunidos para trazar los planes de algún complot”.
Espuelas
En aquellos tiempos gallísticamente felices, a nadie se le hubiera ocurrido inventar las espuelas de plástico. Pero, ojo, las espuelas que ellos usan son de acero.
“Armar un gallo no es una operación banal. Es un arte en toda la acepción del término. Un arte que reclama conocimientos amplios y cualidades múltiples de observación y de destreza, el todo coronado por ese elemento inexplicable, imposible de definir, que se llama el don”. Claro que esto vale para nuestras espuelas de gallo, y por ello mismo no hay libro de artesanía canaria que no incluya este singular apartado: “Es también una ceremonia minuciosa y delicada que los iniciados rodean de un poco de misterio, un compuesto de trucos y recetas, fruto de la experiencia o de la tradición, una sucesión de gestos graves y calculados que hacen pensar en algún rito de caballería”.
Según Arnauld de Corbie, las espuelas de acero, por paradójico que parezca, “son menos bárbaras que las armas naturales”. Sus razones: “Las espuelas de un gallo de combate adulto se parecen mucho, por su forma y sus dimensiones, a los ganchos de los carniceros. Su pico doblado desgarra las carnes y causa heridas horribles casi imposibles de cuidar, mientras que las heridas netas producidas por las espuelas de acero, cuando no determinan la muerte sobre la valla, dejan a la víctima muchas oportunidades de curarse”. Suponemos que se desconocían allí los medios de cura de las heridas producidas por las espuelas de gallo, ya que esto en Canarias no ha sido nunca un grave problema.
De este capítulo, traduzco el siguiente pasaje:
“El gallo no corta de tajo, sino de estocada. Su esgrima es además muy curiosa, al llevar sus espadas en los talones. Esta originalidad lo obliga a practicar extraordinarias acrobacias. De entrada busca agarrar con el pico la cabeza o el buche de su antagonista. Luego, con un batido de alas, arquea su cuerpo y proyecta violentamente hacia adelante sus patas replegadas, a las que imprime un rápido movimiento de vaivén. Cuesta imaginar la fuerza desplegada en una lid de este género. El armador de espuelas debe pues, para sujetar convenientemente los estiletes, nunca perder de vista estas diversas particularidades, teniendo en cuenta, además, la conformación, los pesos, las costumbres y la táctica de cada gallo”.
El día de la fiesta
Un gran capítulo, titulado “Le jour de gloire est arrivé...”, se dedica al día en que se celebran las peleas.
Antes, de Corbie habla de los gallos campeones legendarios, a la cabeza de todos el de la casteadora inglesa del siglo XVIII Non Rawlings. La casteadora, con su gallito de... 43 peleas, aparece retratada en miniatura en el célebre dibujo que el célebre pintor William Hoghart realizó en 1759. Por lo que se refiere a Francia, uno de los grandes paladines, con 17 victorias, fue el “gris de Sante”, que su casteador conservaba disecado.
En las peleas francesas las hay de “partida” (o sea, como nuestras contratas, por usar nuestra expresión) y de “concurso” (o sea equivalentes a los campeonatos de casteadores). Las primeras son entre dos clubs o entre dos casteadores, pero no se desarrollan en jornadas como hacemos nosotros, sino desafío a desafío. Se pelean 5, 7 ó 9 pares de gallos, y por si se empata hay una pareja de reserva. Se apuesta una cantidad, pero se recuerda que en Artois era costumbre llevarse el ganador un cordero.
La valla es oval u octogonal, y la duración es de 12 minutos, anunciando la campanita el minuto noveno:
“Desde el décimo minuto, los gallos podrán alternativamente echarse y levantarse, y el último de pie será el ganador en el duodécimo minuto. Un gallo echado tres minutos pierde la pelea. Para que un gallo sea considerado como de pie, ha de estar completa y manifiestamente derecho sobre sus dos patas, o, si tiene una pata rota, debe marcar en la posición vertical un tiempo de detención. Dos árbitros y un cronometrador supervisan las operaciones y sus decisiones son inapelables.”
Entrando ya en la descripción del día glorioso, nos dice de Corbie que en el “gallódromo” se reúnen cerca de dos mil personas de todas las clases sociales: “Hay obreros de fábrica, comerciantes, campesinos y auténticos representantes de la burguesía que, libres de los vanos prejuicios y de las estúpidas ideas preconcebidas, no son más que casteadores confundidos en un mismo entusiasmo. Cientos y cientos de cachimbas, de puros y de cigarros exhalan hacia lo alto espesas nubes que ahogan las siluetas en un gris impreciso.” Todo ello, en medio de un clamor ensordecedor donde se cruzan las apuestas, que responden exactamente a las características canarias: “Nadie hay allí para registrarlas o para recibir la cantidad apostada. Ni el menor corredor de apuestas en el horizonte... Una señal cualquiera, a veces entre jugadores que no se conocen, bastan para sellar el contrato. La confianza reina.”
Lo principal de este capítulo es la descripción de las peleas, tan llenas de color y emoción como las nuestras o las de cualquier otro lugar.
El casteador
En este último capítulo del libro, el autor cita al doctor y casteador norteamericano H. P. Clarcke:
“Por lo que sé de mis observaciones, encuentro siempre entre los casteadores un sentimiento de camaradería que no se encuentra en ninguna otra parte y en ninguna otra sociedad. Ese sentimiento se extiende a todos los aficionados a nuestro deporte en el mundo entero. Así, por ejemplo, cuando he ido por primera vez a México para asistir a un torneo en Santa Anita, me he encontrado con un equipo de casteadores mejicanos... Desde que supieron que yo también era casteador, me pagaron el barco y mi entrada en el torneo. No me soltaron, y no quisieron que pagara un céntimo en toda la jornada. Ese mismo espíritu se encuentra en todos los países. De hecho, creo que es universal”.
Esto nos recuerda las palabras que nos dirigía hace unos meses un gran aficionado brasileño, afirmando que la cultura gallística era una cultura “universal”, aunque luego cristalice de un modo peculiar en cada región gallística.
Traza por último Arnauld de Corbie el perfil del forofo gallístico, al que llama Adolphe. Adolphe se parece a cualquier ciudadano más, y nadie adivinaría cuales son sus aficiones. Pero...
“Pero, si en la más banal de las conversaciones, alguien deja caer la palabra «gallos», Alphonse muerde vorazmente el anzuelo, se transfigura, se convierte en otro hombre y abre su corazón. No queda otro remedio que escucharle –pues sobre tal materia su verba y su erudición no conocen límites– e intentar comprenderlo, porque usa un vocabulario técnico inaccesible al común de los mortales. Alphonse no ama los gallos, los adora. Habla de los suyos con temblores enternecidos en la voz. Son para él niños queridos cuyo crecimiento y desarrollo sigue con un ojo paternal, niños mimados incluso.”
Prosigue este simpático retrato del amante de los gallos, pero nosotros terminamos ya, con este párrafo que nos devuelve al principio de esta reseña:
“La menor alusión a la avicultura comercial le molesta. Él no adora los gallináceos en general, sino los únicos que, a su juicio, merecen vivir, los únicos que merecen también morir de otro modo que bajo el ignominioso cuchillo de una cocinera: sus gallos de pelea.”
El libro lleva un prólogo del entonces vicepresidente de la Federación de Casteadores del Norte y Pas-de-Calais, Paul Masurel. Fijémonos en la fecha: 1939, o sea uno de los momentos más terribles del siglo XX. Pero entonces, como ahora, se hablaba de “crueldad” a propósito de las peleas de gallos. Paul Masurel escribe:
“Aprovecharé la ocasión que se me da para defender la causa de las peleas de gallos y para cantar la gloria de estas nobles aves, batalladoras por instinto, que si mueren un día sobre el tapiz de la valla después de un combate valiente, han disfrutado hasta ese momento de una existencia más confortable y de una suerte más envidiable que la de sus congéneres de gallinero, condenadas a un degüello vergonzoso, para servir fines alimenticios”.
Y volvamos a señalar la fecha: 1939, o sea cuando aún ni de lejos se había llegado a la industrialización de los pobres pollos, hinchados con productos químicos legales cuando no obligatorios y hacinados en espacios de máxima producción.
Las tradiciones duraderas
También reflexionemos con el siguiente pasaje, donde de Corbie se lamenta por una uniformización de las costumbres que no era nada al lado de lo que se impone hoy:
“El viejo individualismo regional, tanto tiempo lleno de vida puesto que forma parte del carácter francés, rebelde a toda tentativa de domesticación, no se ha apagado aún. Pero se encuentra bastante enfermo y, desde hace algunos años, el progreso representado por la multiplicidad y la rapidez de los medios de transporte y de comunicación, parece querer apresurar el fin del moribundo.
Hoy, los excesos de un centralismo descaracterizador nos encaminan a un aborregamiento de las masas y tienden cada vez más a establecer por todas partes el reino de la banalidad.
La estandarización –¡espantoso neologismo!– no causa estragos solo en el dominio de la vestimenta, asegurando el triunfo por todas partes de la ropa de confección producida a millones de ejemplares, sino que también ha alcanzado a los juegos y a las distracciones populares consideradas justamente como uno de los elementos más importantes del particularismo provincial. El deporte anglosajón y el cine internacional, por su acción niveladora, han sometido el mundo entero a leyes uniformes. La atonía generalizada de que sufren nuestros contemporáneos conduce fatalmente al gusto de las soluciones perezosas.
¿Qué ha sido, tras esto, de nuestros juegos seculares? Destronados por la concurrencia extranjera, la mayor parte han desaparecido. La mayor parte, pero no todos”.
En efecto: como en Canarias, no todos: “Los criadores de gallos componen el último reducto de esos tradicionalistas obstinados que han resistido hasta ahora a los más duros asaltos.” Además, como en Canarias, se trata de una tradición ininterrumpida, no como otras recuperadas por políticos oportunistas: “Tal constancia no tiene nada de artificial. No procede de una de esas «restauraciones» intempestivas, peores que la ruina”.
Una pasión vieja como el mundo
Arnauld de Corbie dedica un capítulo a la afición mundial a los gallos, del que traduzco estos pasajes:
“Si un juego merece el epíteto de popular, es el que opone, a los ojos de una asistencia tumultuosa y palpitante, a dos gallos, luchadores profesionales, animados del salvaje deseo de matarse.
Se lo practica en Camboya y en Laos, en China, en Japón, en Abisinia, en el Senegal, en México, en Canadá, en Perú, en Manila, en las Antillas, en el archipiélago de la Sonda, en las islas Molucas, en las islas Filipinas...
Cuenta legiones de admiradores frenéticos en Inglaterra, en Bélgica y en Francia. Pero entre nosotros, su dominio se reduce a una porción bien delimitada de las provincias del Norte y del Pas-de-Calais, donde su importancia es equivalente a la de las corridas de toros en España.
«Los hombres, escribe Buffon, que sacan partido de todo para su diversión, han sabido aprovechar esta antipatía invencible que la naturaleza ha establecido entre un gallo y un gallo; han cultivado este odio innato con tanto arte, que los combates de dos aves de corral han sido dignos de interesar la curiosidad de los pueblos, incluso de los pueblos cultivados, y al mismo tiempo de desarrollar y de conservar en las almas esta ferocidad, que es el germen del heroísmo».
¿Pero por qué no suponer que los primeros casteadores fueron los rudos cazadores de la edad de piedra, que, lanzados sobre la pista de un urogallo, se detuvieron un instante, en un claro del bosque, a seguir el feroz enfrentamiento de dos gallináceas salvajes que resolvían una rivalidad amorosa con la punta del pico y de la espuela?
No parece temerario afirmar que el gusto de las peleas de gallos nos viene de Asia, como el gallo mismo, cuyo prototipo, el Gallus Bankiva de los naturalistas, vive aún en libertad en los bosques de la India y de Indochina. Son sin duda los fenicios quienes los han propagado por toda la cuenca del Mediterráneo.”
Sigue Arnauld de Corbie hablando de los gallos y los antiguos griegos. Famosos fueron los de Tanagra, mientras que Marcial nombró a los de Rodas y Delos y Píndaro a los de Pérgamo. Muy conocida es la historia de Temístocles, quien, al ir a combatir a los persas, les puso a sus soldados como ejemplo que los enardeciera una pelea de gallos, diciéndoles que si los gallos luchaban solo por el deseo de vencer, qué deberían hacer ellos, que combatían por sus hogares, por las tumbas de sus padres, por la libertad. Y cuenta la leyenda que sus palabras reanimaron el coraje de su armada, logrando vencer a los invasores persas.
Dos mosaicos del Museo de Nápoles, provenientes de la Casa dei Vettii de Pompeya atestiguan la afición romana. Uno de estos mosaicos lo tenemos reproducido en una postal que nos trajo de Nápoles el gran aficionado tinerfeño Ángel Benítez de Lugo, y lo publicaremos próximamente.
De Corbie se pregunta si la entrada de los gallos finos en Francia no se habrá producido al invadir César las Galias, lo que parece más lógico que remitir a la ocupación española. “Una cosa es indiscutible: las peleas de gallos se realizan en Francia desde hace cientos de años. En el siglo XIII, ya este juego se había desarrollado de tal manera, sobre todo entre los estudiantes, que las autoridades religiosas se vieron obligadas a intervenir. En 1260, el arzobispo de Burdeos las prohibía, por ser «causa de muchos males», «ocasión de pecado y una pérdida de tiempo». Hasta el siglo XVIII, en Picardía, en Amiens y en Corbie sobre todo, se desarrollaban según un ceremonial inmutable, todos los años, el jueves de carnaval”. El estudiante que ganaba era elegido “Rey de los pollos”, y durante todo el año disfrutaba de ciertos honores entre sus condiscípulos, que le formaban el jueves de la tercera semana de la cuaresma “una especie de corte compuesta de guardas armados de bastones con hierros, que lo acompañaban en su marcha”.
“Pero la verdadera tierra clásica de este juego habrá sido la Gran Bretaña. Bajo el reinado de Enrique VIII, el pueblo inglés manifestaba un entusiasmo loco por las peleas, singularmente durante el Carnaval. Este entusiasmo, reprimido algunos años por la influencia dominante de los puritanos, se convirtió, tras la muerte de Cromwell, y a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX, en una pasión delirante de la que el buril satírico de Hogarth nos ha dejado un sorprendente testimonio”.
Solo el puritanismo protestante –que hoy encuentra su equivalente entre nosotros en la mentalidad ecofascista– pudo acabar con esta afición que alcanzó a todas las clases sociales británicas.
Se refiere luego de Corbie a los pintores de gallos finos Frans Snyders, Jean Fyt y Albert Cuyp, cuyas composiciones violentas, llenas de movimiento y de color, revelan el auge de las peleas en Flandes y Holanda durante el siglo XVII. En Francia hubo también pintores que se inspiraron en las riñas, citando de Corbie a Jean-Baptiste Oudry, artista del XVIII que les consagró un gran cuadro conservado en el castillo de Compiègne. Y cierra este capítulo con el siguiente párrafo:
“En 1828 y en 1829 se intentaron introducir las peleas de gallos en París. Se organizaron en el Bois de Boulogne y un hotel de Saint-Honoré, pero sin éxito. Faltaba alrededor del parque y en el recinto lleno de snobs y de mirones la atmósfera tan especial y cargada de sortilegios sin la cual estos sangrientos enfrentamientos no son más que bárbaras exhibiciones, la atmósfera de fervor y de vitalidad atronadora, de risa sonora y de gravedad contenida, de alboroto desenfrenado y de alegría solemne que transfigura nuestras quermeses y nuestras ferias en ceremonias rituales, aureoladas de una áspera y rústica poesía llegada, intacta, del fondo de los tiempos...”
La unión hace la fuerza...
Esta divisa de los casteadores belgas da título al siguiente capítulo, donde se nos dan los nombres de las asociaciones gallísticas francesas y el del semanario dedicado a los gallos: “Le Coq Gaulois”. El autor entrevista al presidente de la Federación, que viene a ser... un notable músico, como lo era el más famoso cuidador canario. Y dice de Corbie, con humor: “Son imprevisibles los caminos que conducen de la orquestación a las peleas de gallos”.
No puede faltar en este capítulo el tema del prohibicionismo:
“Es sabido que los poderes públicos han intentado, en varias ocasiones, prohibir las peleas de gallos en Francia, así como ello ha ocurrido en Inglaterra, en Canadá y en Bélgica, donde este género de espectáculo cae hoy bajo el golpe de una prohibición... formal, puesto que los casteadores ingleses, canadienses y belgas no han renunciado a su querida afición”. Como hemos dicho repetidas veces, lo mismo ocurriría en Canarias si algún día eso llegara a acontecer.
Su Majestad el Gallo
Un largo capítulo se dedica al héroe de la fiesta:
“Yo le rindo con mucho gusto este homenaje, pues considero al gallo un animal simpático y al que sería injusto confundir en el tropel cotorreante de otros volátiles de estupidez proverbial. Su porte caballeresco y decidido, su vestimenta resplandeciente, su penacho y su audacia atrajeron muy pronto la atención de los hombres, que le han dado en la leyenda y el simbolismo un lugar de honor”.
Comienza el autor señalando su presencia en la Roma antigua: sobre el casco de las estatuas de Minerva, acompañando las representaciones de Marte, Mercurio o Esculapio, o en muchas medallas. Luego, en el cristianismo, o en la heráldica, donde simboliza el coraje y la fiereza. Es también el ave de la sabiduría, ya que bate tres veces las alas antes de lanzar su kikirikí, exhortándonos así a nunca hablar sin antes reflexionar lo que queremos decir. En Francia, tras historiar las monedas galas y aparecer en las banderas guerreras, sigue siendo “una especie de tótem nacional que los campeones deportivos enarbolan en su maillot cuando van a defender los colores franceses en el extranjero”.
A continuación se señala la tajante diferencia entre el gallo fino y el gallo vulgar. Aunque ambos procedan del salvaje Bankiva, solo el gallo fino no ha degenerado. Estamos aquí muy lejos de la falsa idea que considera al gallo fino como una creación artificial. Al contrario. De Corbie observa cómo la descripción del Bankiva se corresponde, salvo en el tamaño, con la del “gran combatiente del Norte”, o sea el gallo clásico francés, “salido por cruces sucesivos del combatiente indio”, y que se encuentra a lo largo de la frontera francesa, de Dunkerque a Lille, y también en Bélgica.
Habla luego de los colores de los gallos, del momento en que hay que separar los pollos, de la cría en los campos, del descrestaje, de la preparación. En esto último, señala, para los que no entienden, que el gallo para pelear no necesita preparación, en el sentido de que “no es necesario atizar su instinto belicoso, cuya violencia se manifiesta desde la más temprana edad”. La preparación elemental es la corrida, trabajo arduo donde los haya, como es bien sabido, pero de Corbie alude también a lo que llamamos nosotros pechas, y asiste a unas en Bélgica. Como en ese país estaban prohibidas, “teníamos los presentes el aire de unos conjurados reunidos para trazar los planes de algún complot”.
Espuelas
En aquellos tiempos gallísticamente felices, a nadie se le hubiera ocurrido inventar las espuelas de plástico. Pero, ojo, las espuelas que ellos usan son de acero.
“Armar un gallo no es una operación banal. Es un arte en toda la acepción del término. Un arte que reclama conocimientos amplios y cualidades múltiples de observación y de destreza, el todo coronado por ese elemento inexplicable, imposible de definir, que se llama el don”. Claro que esto vale para nuestras espuelas de gallo, y por ello mismo no hay libro de artesanía canaria que no incluya este singular apartado: “Es también una ceremonia minuciosa y delicada que los iniciados rodean de un poco de misterio, un compuesto de trucos y recetas, fruto de la experiencia o de la tradición, una sucesión de gestos graves y calculados que hacen pensar en algún rito de caballería”.
Según Arnauld de Corbie, las espuelas de acero, por paradójico que parezca, “son menos bárbaras que las armas naturales”. Sus razones: “Las espuelas de un gallo de combate adulto se parecen mucho, por su forma y sus dimensiones, a los ganchos de los carniceros. Su pico doblado desgarra las carnes y causa heridas horribles casi imposibles de cuidar, mientras que las heridas netas producidas por las espuelas de acero, cuando no determinan la muerte sobre la valla, dejan a la víctima muchas oportunidades de curarse”. Suponemos que se desconocían allí los medios de cura de las heridas producidas por las espuelas de gallo, ya que esto en Canarias no ha sido nunca un grave problema.
De este capítulo, traduzco el siguiente pasaje:
“El gallo no corta de tajo, sino de estocada. Su esgrima es además muy curiosa, al llevar sus espadas en los talones. Esta originalidad lo obliga a practicar extraordinarias acrobacias. De entrada busca agarrar con el pico la cabeza o el buche de su antagonista. Luego, con un batido de alas, arquea su cuerpo y proyecta violentamente hacia adelante sus patas replegadas, a las que imprime un rápido movimiento de vaivén. Cuesta imaginar la fuerza desplegada en una lid de este género. El armador de espuelas debe pues, para sujetar convenientemente los estiletes, nunca perder de vista estas diversas particularidades, teniendo en cuenta, además, la conformación, los pesos, las costumbres y la táctica de cada gallo”.
El día de la fiesta
Un gran capítulo, titulado “Le jour de gloire est arrivé...”, se dedica al día en que se celebran las peleas.
Antes, de Corbie habla de los gallos campeones legendarios, a la cabeza de todos el de la casteadora inglesa del siglo XVIII Non Rawlings. La casteadora, con su gallito de... 43 peleas, aparece retratada en miniatura en el célebre dibujo que el célebre pintor William Hoghart realizó en 1759. Por lo que se refiere a Francia, uno de los grandes paladines, con 17 victorias, fue el “gris de Sante”, que su casteador conservaba disecado.
En las peleas francesas las hay de “partida” (o sea, como nuestras contratas, por usar nuestra expresión) y de “concurso” (o sea equivalentes a los campeonatos de casteadores). Las primeras son entre dos clubs o entre dos casteadores, pero no se desarrollan en jornadas como hacemos nosotros, sino desafío a desafío. Se pelean 5, 7 ó 9 pares de gallos, y por si se empata hay una pareja de reserva. Se apuesta una cantidad, pero se recuerda que en Artois era costumbre llevarse el ganador un cordero.
La valla es oval u octogonal, y la duración es de 12 minutos, anunciando la campanita el minuto noveno:
“Desde el décimo minuto, los gallos podrán alternativamente echarse y levantarse, y el último de pie será el ganador en el duodécimo minuto. Un gallo echado tres minutos pierde la pelea. Para que un gallo sea considerado como de pie, ha de estar completa y manifiestamente derecho sobre sus dos patas, o, si tiene una pata rota, debe marcar en la posición vertical un tiempo de detención. Dos árbitros y un cronometrador supervisan las operaciones y sus decisiones son inapelables.”
Entrando ya en la descripción del día glorioso, nos dice de Corbie que en el “gallódromo” se reúnen cerca de dos mil personas de todas las clases sociales: “Hay obreros de fábrica, comerciantes, campesinos y auténticos representantes de la burguesía que, libres de los vanos prejuicios y de las estúpidas ideas preconcebidas, no son más que casteadores confundidos en un mismo entusiasmo. Cientos y cientos de cachimbas, de puros y de cigarros exhalan hacia lo alto espesas nubes que ahogan las siluetas en un gris impreciso.” Todo ello, en medio de un clamor ensordecedor donde se cruzan las apuestas, que responden exactamente a las características canarias: “Nadie hay allí para registrarlas o para recibir la cantidad apostada. Ni el menor corredor de apuestas en el horizonte... Una señal cualquiera, a veces entre jugadores que no se conocen, bastan para sellar el contrato. La confianza reina.”
Lo principal de este capítulo es la descripción de las peleas, tan llenas de color y emoción como las nuestras o las de cualquier otro lugar.
El casteador
En este último capítulo del libro, el autor cita al doctor y casteador norteamericano H. P. Clarcke:
“Por lo que sé de mis observaciones, encuentro siempre entre los casteadores un sentimiento de camaradería que no se encuentra en ninguna otra parte y en ninguna otra sociedad. Ese sentimiento se extiende a todos los aficionados a nuestro deporte en el mundo entero. Así, por ejemplo, cuando he ido por primera vez a México para asistir a un torneo en Santa Anita, me he encontrado con un equipo de casteadores mejicanos... Desde que supieron que yo también era casteador, me pagaron el barco y mi entrada en el torneo. No me soltaron, y no quisieron que pagara un céntimo en toda la jornada. Ese mismo espíritu se encuentra en todos los países. De hecho, creo que es universal”.
Esto nos recuerda las palabras que nos dirigía hace unos meses un gran aficionado brasileño, afirmando que la cultura gallística era una cultura “universal”, aunque luego cristalice de un modo peculiar en cada región gallística.
Traza por último Arnauld de Corbie el perfil del forofo gallístico, al que llama Adolphe. Adolphe se parece a cualquier ciudadano más, y nadie adivinaría cuales son sus aficiones. Pero...
“Pero, si en la más banal de las conversaciones, alguien deja caer la palabra «gallos», Alphonse muerde vorazmente el anzuelo, se transfigura, se convierte en otro hombre y abre su corazón. No queda otro remedio que escucharle –pues sobre tal materia su verba y su erudición no conocen límites– e intentar comprenderlo, porque usa un vocabulario técnico inaccesible al común de los mortales. Alphonse no ama los gallos, los adora. Habla de los suyos con temblores enternecidos en la voz. Son para él niños queridos cuyo crecimiento y desarrollo sigue con un ojo paternal, niños mimados incluso.”
Prosigue este simpático retrato del amante de los gallos, pero nosotros terminamos ya, con este párrafo que nos devuelve al principio de esta reseña:
“La menor alusión a la avicultura comercial le molesta. Él no adora los gallináceos en general, sino los únicos que, a su juicio, merecen vivir, los únicos que merecen también morir de otro modo que bajo el ignominioso cuchillo de una cocinera: sus gallos de pelea.”