miércoles, 13 de mayo de 2009

El ocaso del gallo

Nicolás Lezcano, gran aficionado y fotógrafo de gallos finos, nos hace llegar este excelente escrito, motivado por los recientes ataques, tanto nacionales como insulares, a los gallos de pelea.
Hoy, como cada mañana, bajé al jardín a tomar algo a la sombra del duraznero, y a pensar un rato.
Pronto los oí llegar. El sonido de un cacareo seco, entrecortado, y tras él un piar inquieto: era la gallina ceniza y sus nueve pollitos. Venían atraídos por las migas de mi bocadillo, como cada día. No hacía una semana desde que habían salido del huevo y no paraban de fajarse. Algunos ya apuntaban maneras.
Tras ellos, con andar arrogante, mi gallo giro, curtido en mil batallas, como delataban sus cicatrices.
-Ya no me llevas a la gallera -me dijo.
-No, viejo amigo, ya no.
-Pero, ¿por qué? Estoy en forma, quiero volver a reñir, es mi instinto, no soy un animal de corral, mi naturaleza es combatir, es mi esencia, mi razón de ser. Debes permitirme hacerlo; mi especie ya combatía mucho antes de la aparición del ser humano sobre la faz de la tierra.
-Lo sé, escucha: desde hace generaciones, mis antepasados han criado a los tuyos para un único fin, pelear. Era un motivo de orgullo criar buenos gallos, éramos admirados y respetados socialmente por ello. Pero ya no es así. Las riñas no pasan por un buen momento. Somos el recurso oportuno para “calandracas” carentes de un programa político serio que sólo buscan medrar a costa de quien sea; cobardes carroñeros que ayer ni se habrían atrevido a cuestionarnos; pero que hoy, al sabernos solos, merodean volando en círculo sobre nuestras cabezas. Somos el objetivo de pseudoperiodistas de malintencionada pluma que nos degradan, que nos definen como desalmados carentes de valores, mientras hacen apología de la mediocridad, frivolidad y amoralidad más absoluta. Tu deseas pelear, y yo quiero que lo hagas; quiero oírte cantar desafiante en la valla; observar el silencio de tu mirada, vibrar con tu batida y sentir tus espuelas hiriendo el aire; sangrar por tus heridas, exaltarme con tu victoria; apenarme con tu derrota… Pero, amigo mío, me temo que nuestros días de gloria están contados… Si Don Francisco levantara la cabeza, en su fiscorno sonarían los más tristes acordes.