Concluimos
con la segunda tanda de capítulos de Alas y espuelas. Son el 18, el 20 y
el 21, siendo una lástima que no tengamos el 22, ya que Luis Marrero se dispone
a hablar del poeta y casteador Domingo Rivero.
Es
más que probable que don Pedro Cárdenes tuviera Alas y espuelas, pero
por desgracia cometió el imperdonable error de entregarle todos sus papeles a Miguel
Ángel Machín, entonces presidente del partido de Arucas-Cardones y uno de los
motores de la afición grancanaria junto a Antonio Hernández. Debió pensar que
Machín era inmortal, porque no se entiende que no hubiera optado por la entrega
al Museo Canario, que era lo más apropiado. Muere Machín y ya fue imposible que
yo pudiera acceder a la documentación de don Pedro, pese a que involucré a
Antonio Hernández para que la obtuviera de la familia, al menos como consulta.
El de Pedro Cárdenes era, sin discusión alguna, el mejor archivo de historia de
los gallos que había en toda Canarias.
El
capítulo 18 de Alas y espuelas narra, tras una digresión dedicada a una
farra en el barrio de San Cristóbal, la última jornada de la temporada entre
los gallos de San José y los del partido de don Francisco Manrique. Llevaba 3
de ventaja este, pero al perder por una mantilla el total se va a San José por
2 riñas. Divertidamente, el único gallo que le pierde a los joselitos es un
gallino del propio don Luis Marrero que hasta se huye. Ganaron el Pecho Ancho,
el Mestizo, el Becerro, el Patas Quemadas (que mata a uno de los “pardos” de
don Francisco) y dos giros de La Montaña.
En
el capítulo 20 visitamos de nuevo la gallera de los Manrique. Se nos da la
fugaz visión de unas muchachas que están bordando mientras escuchan la lectura
de Las ilusiones de don Faustino, obra maestra del egregio novelista don
Juan Valera. Pero el mayor interés se centra en los curiosos detalles de la
alimentación de los gallos, al alimentar don Francisco Manrique a los pollitos
del fantástico Capón. El prócer grancanario produce la admiración del
periodista al verlo descrestar un gallo. Y hay una referencia a un gallo famoso
del que no teníamos noticias: el Atorado de Isidro Acedo, uno de los hombres
más ricos de Guía y un aficionado extraordinario de las últimas décadas del
siglo.
El capítulo 21 habla de
los casteos, de nuevo poniendo en la palestra a don Francisco Manrique. Se lee
con deleite toda la polémica sobre los gallos de orejas blancas, y se toma nota
de otros nombres de la época, como el corredor Anselmo, don Antonio Castellano
o los Sotomayor de La Palma. El corredor Anselmo debió ser uno de los mejores;
en 1906 lo registramos como “representante” del partido de San Juan, y debe
tratarse del Anselmo al que sustituye, por encontrarse enfermo, Pepe Monagas en
su breve paso por la gallera de San José, según narra Pancho Guerra. De Antonio
Castellano se dice que llamaba a los gallos de bandera “un extra sobre lo
imperial”. Y los Sotomayor de La Palma son considerados por la autoridad de don
Francisco Manrique “superiores casteadores”; le han mandado un gallo de La
Palma, lo que muestra la rica relación que había ya entre las islas
gallísticas, y que debía haber desde muchísimo antes.