Siguiendo el criterio de la edad, concluyo hoy con tres grandes aficionados grancanarios que desaparecieron prematuramente y no hace muchos años.
Los dos primeros fueron cuidadores, maestro y discípulo: Adolfo Santana “el Pichón” y Antonio Hernández “el Dandi”.
No vamos a referir aquí el historial deportivo de cada uno, ya que está detalladamente descrito en el “Diccionario gallístico de Canarias”. De Adolfo puede decirse que nació para los gallos, y, como Pancho “el Músico” o Toño “el Rebotallo”, no dejaba ni una temporada sin cuidar, lo que hizo desde los 17 años hasta el año mismo de su muerte. Realmente a los 17 años ya sabía mucho de gallos, puesto que entró como ayudante de Pablo Amador en el partido de San José cuando solo tenía 13. Fue en cierta manera un niño prodigio de los gallos; tan en la sangre lo llevaba, que su abuelo no era otro que el legendario José Déniz, de quien heredó ese magnífico apodo de “el Pichón”. De él dijo “el Músico” que era el mejor cuidador de Gran Canaria, como su nieto lo sería posteriormente.
Yo conocí al “Pichón” cuando hacía las crónicas del López Socas en “La Provincia” y me trasladaba de Tenerife a Las Palmas de vez en cuando. Esta foto se la saqué allí, cuando aún no lo había tratado. Al principio era como desconfiado, y hasta me enteré que le molestaba que yo lo llamara en el periódico solo “el Pichón”, sin poner su nombre y primer apellido, lo que, al enterarme, comencé a hacer. Luego coincidimos en los campeonatos y ya trabamos una amistad que pudo ser mayor si nos hubiéramos visto más y si hubiera vivido hasta el momento en que me puse a trabajar en el “Diccionario”, ya que infinidad de cosas y hechos que él había conocido me habrían interesado a mí sobremanera. La última vez que lo vi fue en el campeonato que hacía Antonio Bolaños al fin de temporada en su casa de Gáldar. Nunca olvidaré sus palabras: “Maestro, si el año que viene cuido, que pienso cuidar, voy a regalarle un gallo”. Ese año –2003– no solo había ganado en su partido de Arucas, sino que se proclamó campeón de Canarias. Remontaba así un declive que había tenido en temporadas anteriores, por motivos personales, y también de salud. Lo que me llamó la atención de sus palabras fue sobre todo eso: que no se imaginara una temporada sin él cuidar gallos.
Adolfo Santana es hoy una leyenda de los gallos canarios. Muchos aprendieron con él, y sus grandes temporadas, sobre todo en Arucas y en las galleras de Lanzarote, son inolvidables. Era una de esas personas que se dejan querer, que tienen una fragilidad por la que es difícil tenerles en cuenta lo que pueda disgustarnos de ellos en un momento determinado. En la foto que sigue lo vemos con un conjunto muy importante de cuidadores. A su derecha, Joel Bethencourt, Añón y “el Dandi”; a su izquierda, Toño “el Rebotallo” y Quico Acosta; y en primer plano, Samuel Acosta, Fisio, Nerín y José Carlos Rodríguez. Diez profesionales con mucho que contar, destacando el poder verlo aquí codo a codo con el “Rebotallo”, porque ambos protagonizaron una serie de temporadas espectaculares en Lanzarote, así como debe señalarse la presencia de dos de sus mejores discípulos: Samuel y “el Dandi”.
El otro cuidador grancanario que hemos perdido es Antonio Hernández “el Dandi”. Tuvo una trayectoria más reducida, pero era en las galleras un hombre de confianza, que llevaba los gallos en buenas condiciones. Vino a Tenerife, para cuidar en la gallera del Norte, la temporada 2004. En el Campeonato Regional de 2003 presentó los gallos de Telde como campanas, lo que llevó a la directiva de La Orotava a contratarlo. No tuvo suerte, ya que estuvo lesionado de una pierna toda la temporada, pero solo perdió por 5 riñas y sus gallos iban afinados. Además, en esa temporada, ya la degradación de las tradiciones iba avanzando, no ocurriéndosele a las inteligentes directivas de La Espuela y el Norte otra genial idea que la de pelear 9 gallos por jornada, para así superar la aberración de Los Llanos y Tazacorte, que fueron los primeros en abandonar las 7 peleas, cargándose así el más que consagrado lenguaje gallístico. Los “granjeros” empezaban a imponer su ley. Y aún así, con 32 peleas más y sin condiciones físicas por su parte, “el Dandi” supo capear el temporal.
Lo recuerdo como a un caballero, un hombre serio y cordial, que agradecía mi labor informativa, a diferencia de otros que solo esperan la mínima ocasión para criticar. Su desaparición, en uno de tantos accidentes estúpidos de circulación, nos impresionó mucho a todos los que lo tratamos y tanto lo apreciábamos. Aquí lo vemos, en otra foto mía, junto a Braulio Díaz, otro entusiasta gallista de la extraordinaria afición aruquense.
Del último de estos grandes aficionados grancanarios podríamos hablar también en el capítulo que pienso dedicar a la isla de Tenerife, ya que Ángel Bolaños vivía en la ciudad de La Laguna y fue en esa isla donde lo conocí y traté. Era yerno de uno de los más grandes aficionados que ha tenido Tenerife: don Florencio González, el joyero de la calle Herradores de La Laguna, gallista de pro desde los años 30 hasta el fin de siglo.
Es muy triste para mí que los tres más grandes, enormes amigos que he tenido en el mundo gallístico, hayan ya desaparecido: Agustín Morales (“Caruso”), Ángel Bolaños y, muy recientemente, José Luis Melquiades. Aún viven Orlando Dorta, con 85 años, y Alejo Yánez, con 95, pero ellos son más maestros amados y admirados que personas con quien se mantiene esa relación fraterna que sí tenía yo con aquellos.
Ángel Bolaños no faltaba a una jornada gallística, como partidario del partido Norte, pero sin que nunca perdiera una ecuanimidad que no es frecuente en los medios gallísticos ni en ningún otro medio deportivo. Sabía de gallos, y llevaba los casteos de su suegro, quien todas las temporadas obtenía algunos pocos gallitos de calidad, porque don Florencio sí que no tenía nada de “granjero”. Desde que dejé La Orotava y pasé a vivir en La Laguna, era en el coche de Ángel Bolaños como yo iba a las peleas de Santa Úrsula o de Valle Jiménez. Persona siempre bien dispuesta, era un verdadero amigo de los amigos, como los que se reunían en el bar de La Carpintería, entre ellos Pedro Rivero, Arquímedes Acosta, Ángel Benítez de Lugo, Eduardo Fernández de la Puente o Rogelio Galván, aunque yo prefería pasar por su joyería para comentar las peleas y las noticias de la temporada, encontrándome allí alguna que otra vez con Eduardo Pérez de Ascanio, un gran amigo de la familia.
En esta foto lo acompañan Goyito, aficionado de La Orotava, y un sobrino mío. Asistíamos al campeonato de gallos que se celebraba en el López Socas y, acabadas las peleas, nos fuimos a ver el partido de la Unión Deportiva tras pasar por el restaurante de los Hermanos Rodríguez, equidistante del López Socas y el Estadio Insular.
Volvía yo de uno de mis largos viajes a Portugal –mes de febrero de 2003–, cuando pasé al día siguiente de mi llegada por su joyería, y era a él a la primera persona que iba a ver en Tenerife. Su mujer, persona llena de delicadeza y simpatía, me dio la noticia, y me quedé tan abrumado que fue ella la que me dio ánimos, y no yo a ella.
Sabemos que estamos de paso en este mundo lleno de misterio, y que la muerte forma parte de la vida, pero nunca podemos evitar la sorpresa, y menos el dolor, que nos produce la desaparición de las personas queridas. Morimos con cada una de esas personas que se nos van y que dieron sentido y belleza a nuestras vidas, pero al menos nos queda de ellas un recuerdo luminoso y entrañado, como el que yo guardo de mi amigo Ángel Bolaños.