miércoles, 11 de febrero de 2009

Carta de la Martinica y carta de Santa Cruz

De la isla de la Martinica nos escribe Theophile Philippe, quien desea conseguir un buen gallo canario. Su correo es marion.arnone@wanadoo.fr.
El pasado domingo se publicó en “La Opinión” de Tenerife un reportaje sobre los gallos, de carácter por entero tendencioso. Antonio Juan Izquierdo, tinerfeño pero residente en Gran Canaria, nos hace llegar, a nuestro pedido, una respuesta que quienes hacemos la página Espuela y Fiscorno compartimos en su conjunto. Nuestros lectores pueden leerla a partir de esta tarde en la sección de Artículos, ya que queremos quede constancia de ella y se publique en su día en el libro que se compondrá de todos los documentos que allí vamos insertando. Asimismo, incluimos como novedad una entrevista al cuidador Juan Jorge, tan celebrado por la afición lanzaroteña.
Entre los correos más breves que hemos recibido sobre esta nueva agresión a los gallos finos canarios, transcribimos un pasaje del enviado por Julio Díaz, de Las Palmas:
“Mi abuelo ya criaba gallos, y mi padre, después de la guerra, hasta dejaba de comer para que ellos estuvieran bien alimentados. Por ahí hay mucha tierra abandonada, así que mejor harían los ecologistas en ponerse a trabajar, si quieren predicar con el ejemplo. Hablan mucho, pero después nadie los quiere ni los vota. Lo único que hacen es insultar y llamarnos salvajes. Me gustaría saber cuáles de ellos saben lo que es un gallo de pelea. Creo que se asustarían al cogerlo en sus blancas manos.”
David Hernández, de La Palma, aunque no compartimos el sustantivo de que se vale para designar a estos tontos, nos dice:
“Cualquiera de mis gallos de pelea vale más que esta montaña de pendejos. Al menos ninguno es ruin y rastrero como ellos.”
José Luis Díaz Montes, de Arucas, acaba en verso:
“Son ustedes unos ingenuos si se creen que prohibiendo las peleas acabarán con ellas. Morirán todos los ecologistas, y el señor Millet, y el señor Cabrera, y las peleas se seguirán haciendo, aunque sean clandestinas. Un vulgar decreto no puede acabar con una afición más que centenaria. Eso que se les meta en la cabeza, hatajo de gandules.
Desde la cumbre bravía
Hasta el mar que nos abraza
No hay gallos como mis gallos
Ni raza como mi raza.”
Por nuestra parte, nos limitamos a tomar del Diccionario de Corrales el artículo del periodista Víctor M. Rastrilla, ya que sirve como ejemplo, para todos estos niñatos, del buen periodismo y de la nobleza e inteligencia canaria, de cómo ve las peleas alguien que asiste a ellas por primera vez de buena voluntad y con deseo de saber y no de insultar:
“Si hay una tradición o una actividad popular en Canarias, ésa es la de las riñas o peleas de gallos, con sus cuidadores, casteadores o criadores, y unos apasionados aficionados, entre ellos apostadores, que durante la temporada se dan cita cada domingo en las galleras, en nuestro caso en la del López Socas, donde hasta mayo se disputarán, ininterrumpidamente en cada jornada, siete peleas casadas.
Las riñas de gallos, un deporte milenario y del que en nuestras Islas hay antecedentes que datan desde hace tres siglos, son una forma de entender la vida, una forma de cultura en la que bregan incansablemente dos animales, que combaten entre ellos por la supremacía desde que nacen. Es una lucha sin cuartel, a veces a vida o muerte, en la que los ejemplares de buena raza nunca se achican sobre la valla, el terrero de brega en el que intentan hacer prevalecer sus impresionantes espolones y sus picos, con una gallardía, velocidad y poderío que los convierten en seres temibles y al tiempo admirables.
Eso lo pudimos comprobar este domingo en la gallera del López Socas, donde vimos frente a frente valerosos gallos ingleses que lucharon hasta que sus cuidadores decidieron que la pelea estaba sentenciada. Eran ejemplares de espuela, en algunos casos postiza, y muy bien preparados, como atletas, pese a que ninguno había peleado antes. Sólo pechados en los entrenamientos y, sin embargo, sacaron todo lo que tenían dentro, con una lucha sin descanso y dejando sobre la moqueta toda su esencia ante un público que gritaba jubiloso cuando se producían certeros tiros de espuela de sus favoritos.
Todo es como una especie de rito: el pesaje, la limpieza con agua y alcohol de las partes desplumadas, y el limón para las espuelas, el enfrentamiento inicial para picarlos, y después la pugna con los melados, giros, canabueyes, colorados o retintos frente a frente y sin retroceder en los compases iniciales. A veces se toman un respiro después de muchos minutos intentando asestar el tiro ganador, con una inexplicable inteligencia y a veces dando la vuelta al combate, pese a estar aparentemente en inferioridad y su resistencia al límite. Son, simplemente, unos animales fantásticos con los que muchos seres humanos se sienten identificados.
Y todo aderezado con expresiones que complementan y convierten a las riñas de gallos en un valioso y genuino patrimonio que, pese a sus altibajos, no dudamos de que perdurará. ¡Ahí lo matas, de frente! ¡Es un gallo de castío; está para quitar, pero a ver si saca un buen tiro! ¡Saca el gallo (al cuidador), que no tiene que demostrar nada!
Es, en definitiva, un espectáculo incomparable, con sus admiradores y detractores, pero que sólo viviéndolo de cerca se puede llegar a comprender y a ser un apasionado por este legado de la historia.”
También recordamos la sabia respuesta dada en su día por don Florencio González al principal enemigo del gallo fino, Miguel Cabrera:
“D. Miguel Cabrera Pérez-Camacho ha logrado levantar el interés alrededor de una afición, la de las riñas de gallos, que rara vez ha ocupado algo más de una breve reseña periodística y, sin quererlo, hemos pasado a la actualidad. Realmente las peleas de gallos han sido, secularmente, mantenidas en esta tierra por una afición paciente, sin ningún tipo de ayuda o subvención y con los únicos recursos de unos conocimientos y una dedicación excepcionales, propias sólo de los verdaderos amantes de los animales.
El Diputado regional de las AIC nos dedica sus más cariñosos comentarios, con expresiones tales como que «por mucha tradición que se diga, las peleas de gallos son una salvajada» y que «quien tenga un poco de sentimiento sale de una gallera con los pelos de punta». Inmediatamente se vuelca en su apoyo la presidenta de la Asociación Lagunera de Amigos de los Animales y las Plantas, que nos identifica con «la plebe de los circos romanos» y niega el carácter tradicional de las riñas de gallos y el que constituyan uno más de los factores de identificación del canario porque sólo llevan de introducidas unos tres siglos y no es un deporte de origen guanche. No quiero hacer una defensa histórica de las peleas de gallos, que podemos entroncar –datos en mano– en la China de Confucio o en la Grecia de Temístocles, que alentaba sus tropas al combate por la civilización occidental frente a la entonces barbarie persa con una pelea de gallos, o en las Filipinas prehispánicas, donde relata Pigafetta en el viaje de Magallanes el carácter sagrado de esos animales «por dedicarse sólo al combate», como tampoco vamos a relatar sus largas vicisitudes en nuestro Archipiélago desde su introducción, anterior al 1700.
Quiero plantear mis consideraciones exactamente en la misma línea que hacen estos nuevos detractores, esto es, basándome en el amor y protección de los animales. Gracias a las riñas de gallos se ha mantenido hasta hoy esta raza de bravos animales. Sabido es que, por su propia particularidad genética, los gallos de pelea, hermanos nacidos de la misma nidada, sólo pueden mantenerse juntos, tras su madre, escasos meses. Incluso más, cualquier aficionado sabe que con las primeras lluvias que los moje, los pollos hermanos de sólo un mes se matarán entre sí. Ya el ilustre Charles Darwin en El origen del hombre nos dice que «los gallos de pelea están prestos a pelear siempre que se encuentren», y en la Historia Natural del prof. F. de la Rosa (S. XVIII) ya advierte este que «Diríase que el Dios Omnipotente creó este gallo para el total exterminio de su género». Tal vez fue así, pues sin las peleas de gallos y el exquisito cuidado de casteadores y galleros ya no existirían ejemplares. Serían parte de la leyenda como los tigres dientes de sable. Lo que proponen pues estos nuevos amantes de los animales es, en la práctica, la desaparición de esta especie que se mantiene gracias a las peleas.
En Canarias los gallos no se crían en jaulones. Parte fundamental de su entrenamiento es el estar sueltos en el campo, y su impulso genético es tal, que uno de los mayores problemas de su criador es el encontrar campo para los pollos. Esto no es sólo debido al auge de otros tipos de vida como la reconversión al turismo. El máximo inconveniente estriba en que no puede haber otro gallo en medio kilómetro a la redonda. Bastaría su canto para que se busquen y, fatalmente, se maten. Por ello es indudable que la propia supervivencia de la especie está en el cuidado y el mimo del casteador. En la pelea se regulariza todo lo que se refiera a la misma. Tengo en mi poder contratas desde el año 1811 y les puedo garantizar que no hay el más mínimo vestigio de crueldad. El gallo, desde que se recoge en la Casa de Gallos, es objeto de un cuidado físico, de una limpieza, alimentación y preparación esmerada, propia de un atleta de élite. Sólo llegan a la valla los que estén en perfectas condiciones físicas y, aunque parezca broma, de las mejores condiciones psíquicas que sólo un experto cuidador puede darle. Si un gallo se huye en la valla –lo que no es frecuente–, no hay medio de obligarlo a pelear, ni se pretende. Simplemente se le retira de la valla, como se retira a cualquier gallo que rehúse a picar tres veces consecutivas a su rival. Los heridos se curan con solicitud y esmero y no es raro contar con gallos de 8, 9 o más peleas ganadas que se retiran del deporte activo para el casteo, pero que hay que tener lejos incluso de sus propios hijos si queremos evitar una nueva pelea, pero esta vez sin la presencia del hombre, y que resultaría mortal.
Sería bueno que el señor Cabrera y las Sociedades Protectoras entraran de verdad en el conocimiento de los tratamientos y cuidados de un gallo. De seguro no los pondrían al nivel de animales abandonados o maltratados. El buen aficionado a los gallos –que generalmente es aficionado y cuidador de toda una serie de animales– sabe lo que es, de verdad, el cariño y cuidado a un animal, y sólo personas absolutamente apartadas de esta nuestra afición pueden escribir tonterías del calibre de las que ha publicado la prensa de estos días.
Lo que intenta el señor Cabrera no es nuevo. Ya en el Estado Español se prohibieron las peleas de gallos por el General Franco, excepto en Canarias, donde el entonces ministro del Interior, el señor D. Blas Pérez, que como palmero era buen conocedor de ellas, sólo prohibió las apuestas en las mismas. Lo que D. Miguel Cabrera pretende debe ser completar la obra del anterior Jefe del Estado.
Pensamos que, afortunadamente, entre los señores diputados regionales hay también muchos aficionados serios que no permitirán progresar este atentado a una de nuestras tradiciones, venida de fuera y que, sin duda, no tiene origen guanche, pero es tan canaria como puedan serlo nuestra Lucha o el juego del Palo.”
Y ahora, este estupendo artículo del antiguo escritor colombiano Nemesio Canales, que puede transportarse a la actual realidad canaria con algunas adaptaciones:
“Quiero darme el gustazo de declararlo de manera pública y solemne: me gustan, me enamoran los gallos y las riñas de gallos.
Me gustan los gallos porque son bellos: bellos por el matiz brillante de su pluma; bellos por el corte impecable de su cuerpo eurítmico; bellos por lo alegre y animoso de su canto; bellos por el bizarro empuje de sus bravas almas.
Entre uno de esos hombres incoloros, vulgares, gruñones, hombres de piel de cerdo que vienen a este mundo rellenos de pedantería para aburrir al lucero del alba; entre uno de esos hombres y un gallo... ¡me quedo con el gallo!
¡Ah, si muchos hombres tomasen por modelo de sus vidas insulsas al gallo, ese noble animal consagrado al amor y al combate, cuánta fealdad, cuánto aburrimiento, cuánta basura se echaría del mundo!
«Amor y lucha», la divisa del gallo, es la divisa excelsa de todo lo que vive: amor y lucha. Las dos fuerzas perennes y augustas que regulan el ritmo portentoso de la vida.
Por el amor, la reproducción, la conservación de las especies, la serie de generaciones que se eslabonan en el vértigo del tiempo; por el luchar sin tregua, la eterna selección, madre del progreso.
Y me gustan las riñas de gallos porque, además de distraer, educan, enseñan; porque cada una de ellas constituye una lección objetiva de admirables secretos biológicos, revelándonos cómo el instinto es ley de vida en los seres, cómo se transmiten los rasgos fisiológicos más nobles por herencia, cómo la naturaleza en eterno acecho dirige por sendas cada vez más tortuosas la marcha de su ejército de formas hacia ignotas pero presentidas cumbres...
Ya sé que contra los gallos y sus riñas sabrosas y edificantes, algunos bizcos de entendimiento, almas forradas de piel de camello, trovadores del aburrimiento, esgrimen el manoseado y zángano argumento de la crueldad.
Yo me río, me río y me río, con risa inagotable, de ese argumento. Compárese la crueldad de las riñas de gallos, de dos animales que riñen por gusto, por saciar un instinto, sin haber sido obligados por la dignidad, ni alquilados, ni de otro modo introducidos para el caso; compárese, digo, esta crueldad con la crueldad ambiente, con los millones de crueldades que cometemos y presenciamos a diario, murmurando aquí, engañando allá, acometiendo y reventando siempre al prójimo en nombre del negocio, o del estómago, o del partido, o de la religión, o de la familia, o del honor, o de la patria, o del diablo y su hermano, y todo el mundo se reirá también con risa estrepitosa de los camellos del aburrimiento, trovadores de la polilla, almas bizcas que condenan las riñas de gallos.
Pero somos así; para las crueldades chiquitas tenemos un corazón de mantequilla que se asusta y se estremece por nada hasta el llanto; para las crueldades grandes que cometemos y sufrimos diariamente, en lugar de corazón tenemos un ladrillo.
Que la casa tal se incendió anoche y la familia tal quedó en la calle; que quinientas personas fueron descalabradas por un accidente ferroviario; que el empleado tal quedó cesante con mujer y dos hijos; que don Fulano, arruinado por una hipoteca, se ha vuelto loco, arrojándose a la calle por una ventana..., por muy sensibles que seamos, ninguna de las noticias que preceden nos hacen perder el apetito.
En cambio, se habla de gallos que pelean por gusto y de hombres que se dan el gusto de presenciar esas riñas... y es preciso taparse los oídos ante el insulso vocear de los eternos pedantes de alma bizca, forrados de aburrimiento de camello que protestan.
En apariencia, lo que indigna y subleva a estos es la crueldad del espectáculo; pero, en realidad, lo que les hace perder la chaveta, es que haya hombres que se diviertan, cuando ellos son enemigos mortales de todo lo que significa alegría y esparcimiento, y de buena gana harían del mundo un desierto espantoso, habitado únicamente por camellos bizcos, forrados de la piel aburrida de pedantes apolillados...”
Y por último, para los que se preocupan tanto por nuestros “niños”, recordar esta nota que aparece en el mismo Diccionario:
“Ya en la temporada de 1912 aparece en la prensa de Las Palmas una referencia al partido de Los Jóvenes Turcos de Tenoya, pero la que es memorable por lo insólita es la aparecida en El Día de Las Palmas el 12 de abril de 1915, como crónica del Pifión: «A las dos comenzó a entrar de nuevo el público en el Circo gallera. Hacía su debut el nuevo partido conocido por Los Jóvenes Turcos, compuesto por niños de 10 a 15 años, entre ellos los hijos de don Jacinto y don Cristóbal Bravo, de don Nicolás Manrique, de don Miguel Curbelo, de don Cayetano Arocena, hasta completar el número de quince. Había que ver a los pequeños sentados en sus puestos como partidarios. El partido contrario al de los niños conócese como el de La Vieja Turquía, dirigido por Pérez el de la Audiencia. Jamás se había visto tanto entusiasmo en la gallera. La primera pelea la ganó Pérez. Los niños quedaron muy tristes. Hubo algunos a quienes se les saltaron las lágrimas. Luego... luego vino el desastre para la «Turquía decrépita». Los jóvenes turcos, en medio de un griterío y entusiasmo constante, agitando los pañuelos, haciendo esfuerzos en las varillas de la valla, aplaudiendo y aclamando frenéticamente, ganaron seguidas las seis peleas, metiéndole en el cuerpo a Pérez una monumental mantilla. Había que ver los comentarios de los chicos. ¡Vaya unos gallos! ¡Qué gallos más buenos! Fue el disloque. (Parrilla, el cuidador de los niños, fue felicitado por aclamación por los liliputienses gallistas.) Pérez salió cabizbajo del Circo con su mantilla. Los jóvenes turcos no cabían en el cuero.» Aún habría dos jornadas más, y una cuarta en que El Aliado se enfrentó a Los Jóvenes Turcos y La Vieja Turquía unidos.”