Desde hace algunas décadas,
Manuel Urbano está empeñado en el rescate de la memoria gallística de su país,
Venezuela, lo que compatibiliza con la información de la actualidad más
vibrante, de tal modo que ahora mismo salen a la vez el número 7 de su revista El Gallo de Cría y un precioso folleto
sobre un aficionado que es toda una referencia en Venezuela: Valerio Giménez.
Recordemos que hace un par de meses reseñábamos en esta misma página otra
publicación del mismo cariz: La verdadera
historia del Negro Antonio, en ese caso dedicada no a un gallista sino a un
gallo legendario. La nueva publicación de Manuel Urbano viene igualmente muy
ilustrada, y con algunas imágenes documentales muy valiosas.
La afición venezolana a los
gallos tiene grandes pergaminos, y de hecho los héroes de la independencia, que
supieron echar a los españoles antes que nadie, eran grandes aficionados.
Luego, la afición, con algunas lógicas transformaciones, ha seguido su andadura
hasta el presente, de modo ininterrumpido.
Valerio Giménez fue la figura
gallística número uno de Valencia, la capital del estado de Carabobo. Nacido en
1928 en el seno de una familia adinerada, viajó regularmente por España en los
años 50, conectando con muchos aficionados, aunque es una pena no se haya dado
un salto a Canarias, donde por aquel entonces había casteadores, cuidadores y
gallos absolutamente fuera de serie.
En esa década ya fundó la Gallera
de Santa Rosa, que se convertiría en seguida en la más importante de Valencia.
Valerio reconocía haber tenido dos maestros: el coronel Abelardo Trilla, que le
enseñó a “clasificar” y “arreglar” los gallos, y el Negro Machado, que estuvo
con él desde que era niño, un hombre honrado y un ardiente defensor de los
gallos, su maestro en la valla, que llegaba a la cuerda de Santa Rosa siempre a
la una de la tarde. Es una pena que de este personaje, varias veces referido en
el libro, no venga ninguna foto, seguramente porque no se ha encontrado
ninguna.
El perfil de Valerio Giménez hace
pensar en esos grandes aficionados que, como suele decirse, parece que han
nacido para los gallos, como en Canarias un don Fortunato, un Pancho el Músico
o un don Pepe Melquiades. Era un artista haciendo espuelas, sabía clasificar
los gallos como pocos y sacó gallos extraordinarios. Valerio era el único
aficionado de Valencia que la representaba en los eventos interestatales, y su
presencia en cualquier acontecimiento gallístico lo realzaba inmediatamente. No
vendía los gallos, sino que los regalaba, y en una ocasión, a un aficionado que
se acercó para comprarle uno, le respondió: “Usted debe tener mucho dinero,
porque a mí todo el mundo me pide gallos y usted desea comprarme uno”. Como
buen aficionado, era supersticioso, aparte un devoto de San Antonio. Les
tatuaba sus iniciales a sus gallos debajo del nacimiento de un ala. No le
gustaban los patas largas por su inestabilidad en la pelea, y en su gallera de
Santa Rosa predominaban los zambos, o sea colorados. Pero sobre todo era un as
haciendo espuelas, que se caracterizaban por su fineza; muy curioso es también
que buscara como casteador los gallos de espuelas naturales que pudieran pelear
con ellas.
La “cuerda” de Santa Rosa llegó a
tener 300 gallos, y fueron célebres las tertulias gallísticas que allí se
hacían. Manuel Urbano, al principio del libro, hace un recorrido documental por
los lugares de Valerio en Valencia, recorrido muy melancólico, ya que se
aprecia la erosión despiadada del tiempo, sobre todo por lo que se refiere a
Santa Rosa. Una de las fotos muestra, ya vacía, la pajarera en que tenía
Valerio sus pájaros, su otra gran afición deportiva, ya que dejamos de lado las
del whisky y las mujeres (como es sabido, los aficionados a los gallos han sido
siempre grandes mujeriegos). Valerio se especializó en los pájaros picos de
plata negros de canto fino, y también fue número uno en ellos. La afición
pajareril era en Valencia tan grande como la afición gallística, y también aquí
podríamos evocar a muchos aficionados canarios a los pájaros, incluidos
cuidadores de primera fila como Pablo Amador o Adolfo “el Pichón”.
(Abro un paréntesis sobre los
años venezolanos de Pablo Amador. Sabemos que cuidó gallos allí, a fines de los
años 50, pero nunca le preguntamos a quién. De haberlo sabido, hoy podríamos averiguar
cosas. Pablo nos hubiera podido hablar mucho de la afición venezolana de
aquella época, que también conoció Neno Pereira, quien por cierto llegó a
encontrárselo por aquellos lares.)
Valerio, gallero eterno incluye varias entrevistas a aficionados que
lo conocieron, e incluso una a él mismo, en la que habla de sus mejores gallos,
en particular “el Catire” y “el Submarino”, que le hizo siete riñas y al que
enterró en un rincón del patio de Santa Rosa. Entre las entrevistas descuella
la hecha a Germán Monserrat, que estuvo con él treinta años y que siguió en
Santa Rosa tras su muerte y hasta la suya propia. Estas palabras suyas merecen
citarse:
“Uno se mete a gallero porque le
gustan los gallos, no porque esté esperando una recompensa especial de tan esclavizante
actividad, aparte de que la paga de los galleros deja mucho que desear. Valerio
Giménez me trató bien y por eso me quedé con él todos esos años”.
Felicitamos a Manuel Urbano por
esta bella publicación gallística, porque está muy bien hecha y trabajada, y
porque siempre es bonito recordar a los que han sido grandes aficionados.