Los
aficionados a los gallos que han dejado de ir a las riñas de gallos (y son
legión) añoran, tanto o más que la emoción o el esplendor de las propias
peleas, todo el mundo peculiar, único e incomparable, que las rodea. Para los
aficionados del partido Norte de la isla de Tenerife, ese mundo incluía, más
que en cualquier otro partido, la cultura del vino y en particular la cultura
de los “guachinches”. Antes y después de las peleas, y también, para quienes
frecuentaban regularmente la casa de gallos, todos los días como el otro que
dice, ellos marcaban presencia en tal o cual guachinche que primaba por su
buena cocina y sobre todo por el vino del momento. A lo largo de la
pretemporada y luego de la temporada, que era cuando los vinos mejor estaban,
se asistía a una auténtica peregrinación por los guachinches, convertidos en
efímeros templos de culto. Entre todos los guachinches del Norte había por
excelencia una estrella fija que, si ya no era un guachinche propiamente dicho,
conservaba todo lo esencial de esta categoría tinerfeña: el Bar de Genaro, en el
número 20 de la estrecha y empinada calle Hilos de Santa Úrsula, ubicada a pocos
kilómetros de la gallera del Norte. Podíamos ir a Julio el Pienso, al Piojo, a
Casa Pillo, al 10 %, a Peraza, a José el del Cisco, al Remache o a tantos otros
que a veces solo abrían cuando tenían el vino de la propia cosecha, pero la
estrella fija era Casa Genaro.
No
voy a describir físicamente a Genaro, porque ofrezco varias fotos donde él
aparece, de las muchas que le hice. Genaro era un personaje inmenso, como pocos
ya aparecerán en esta sociedad de la mediocridad generalizada. Su sentido del
humor era imbatible, y bien se las hacía para despreocuparse de todo: si el
Tenerife ganaba, decía: “¡Qué bien se portó mi Tenerifito!”, y si perdía: “¡Me
alegro! ¡Para que corran, gandules!” En política era franquista (de ese
franquismo popular que encontraba buenos argumentos en la corrupción política
de la democracia, en la desmoralización social y en la subida vertiginosa del
paro), pero recibía en su casa a los socialistas del Puerto de la Cruz, de
quienes era muy amigo. A su casa iba el propio alcalde perpetuo de Santa
Úrsula, a quien en una ocasión me presentó, poniéndolo en un brete, ya que lo
que él quería era pasar tranquilo y desapercibido unas cuantas horas. “Voy a
presentarte al Jefe del Pueblo”, recuerdo que me dijo, poniendo el alcalde,
apoyado contra la pared, cara contrita. A mí me llamaba “el catedrático”, ya
que todo aquel que diera clase en la universidad era para él catedrático (en
este caso, además, no se equivocaba). Yo solía pincharlo, pero porque en muy
poco tiempo creamos una amistad llena de respeto y estima. Espíritu socarrón,
Genaro respondía siempre con su mejor genio. Y era una delicia oírlo desgranar
el rosario de historias picarescas de la vida antigua de Santa Úrsula, con él
no raras veces de protagonista. Hombre amañado y, como eran los canarios
antiguos, de mil oficios si hiciera falta, también llegó a proyectar películas en
el cine de su pueblo, recordando el día en que se abarrotó el cine para ver a
la despampanante Silvana Mangano en “Arroz amargo”, cuando él sabía de antemano
que en todas las escenas tórridas se habían metido las tijeras del censor.
El
vino de Genaro ha sido para mí el mejor que he bebido en la isla de Tenerife.
Principalmente era el de su propia cosecha y el de un bodeguero de las Toscas
de Ana María, al que recuerdo en su casa varias veces, un hombre serio, alto y
de cara colorada. Vinos perfectos, de mucho cuerpo y aún sin los estragos de
los sulfitos ni de los tanques inoxidables. Hoy los mejores no alcanzan
aquellas cotas. Genaro tenía la bodega en el sótano, donde estuve un par de
veces. Y es que arriba, aunque el espacio ya estuviera modernizado, lo teníamos
todo: una buena barra, un salón amplio, el vino y el papeo. Sobre este último,
hay que decir que la cocina de Genaro era espléndida. Él mismo preparaba
algunos platos, pero el sello de la casa lo daban su mujer y sus dos hijas, que
lo tenían todo hecho un primor, para unos tiempos en que la higiene ya era una
exigencia. Doña Angelina, la mujer de Genaro, era muy simpática, y lo
“pinchaba” tanto como yo. Buen gastrónomo, Genaro pertenecía a la Peña Potaje
de Coles, que hacía su comistrajes de vez en cuando, y a la que pertenecía otro
de los sus clientes fijos, el prestigioso otorrinolaringólogo orotavense Pedro
Eustaquio. Un par de veces al año aparecía en el periódico una foto de la peña,
y en ella la figura inconfundible de Genaro. Si tuviera que recordar un plato
de su casa, aunque compitiendo con las cazuelas, sería el pulpo que pescaba en el Charco del Negro y otros puntos de
la costa de Santa Úrsula uno de los vecinos que jugaban allí a las cartas. Fresquísimo
y en su punto perfecto, regado con el mejor aceite de oliva. Era habitual
preguntarle a Genaro que con qué había cocinado el pulpo, la morena o el
pescado fresco, a lo que respondía: “Con aceite de camión”. Así se bromeaba, ya
que todos sabíamos que allí se manejaba lo mejor. Pero sería imposible hablar
de Genaro sin señalar la costumbre que más lo distinguía: servir los vasos a
los visitantes... y poner uno para su propio consumo. Bien se lo merecía todo
aquello que él ofrecía (empezando por el recital de su propia persona), y quien
no comprendía su desparpajo, que no volviera. Esto, claro está, era motivo de
frecuente guasa. En cierta ocasión, Antonio el Crusantero y los cuatro amigos
con quien salía en peregrinación báquica los fines de semana, entraron y le
pidieron “una cuarta, para probar el vino”. Parece que aquella broma sí
que no le gustó a Genaro, quien fingió ir a buscar el vino y salió empuñando
el cuchillo de cocina, ante lo cual todos ellos traspusieron.
Aún
estará guardado en su casa el Libro de Honor que tenía Genaro. Era como un
Salón de la Fama de las islas y resto del mundo. Aunque no sabía leer, Genaro
(hombre bastante más inteligente que la inmensa mayoría de los analfabetos
estudiados que forman la sociedad actual) sabía dónde estaba la firma de un
Jerónimo Saavedra, del capitán general de Canarias o de tal o cual artista
popular. Varios aficionados a los gallos dejaron allí su testimonio, y recuerdo
unas buenas palabras de Modesto Torrens, lo que nos lleva a entrar en materia
gallística, que ya era hora.
Genaro
no era un gran aficionado a los gallos, lo que además no se lo permitían los
horarios de su negocio. Pero para empezar era compadre de Fariña, el
administrador del partido Norte, con quien llegó a ir a Francia, viaje del que
hacía un relato impagable, sobre todo de sus andanzas por París, aunque creo
que si algo lo impresionó fueron las viñas de Burdeos (se me viene ahora a la
memoria que Genaro tenía un hermano en Burdeos, que ya había fallecido, y cuyos
hijos llegaron a visitarlo en Tenerife). Por aquella amistad con Fariña,
supongo, Genaro hasta dio durante muchos años una copa al partido vencedor de
la contrata con La Espuela, y yo lo saqué en el periódico entregándosela a
Eduardo Pérez Ascanio, lo que evidentemente fue una fiesta. Por allí pasaba
toda la afición del Valle: don Florencio el joyero de La Laguna, Eduardo Pérez
Ascanio (padre e hijo), Luis Machado, Pepe Borges Acevedo (este iba todos los
domingos a comer, con su familia), Pepe Rico, Lalo Mesa, Pedro Cabrera, Juan
Díaz, Salvador Hernández, Palmerito, Felipe Reyes, Cecilio Acevedo, Pedro
Rivero, Manolo Torres, etc., y, por supuesto, los galleros del Norte,
recordando yo aquí perfectamente a Jorge Benítez, a Pablo Amador, a Paco Falcón
y a Maso, este último cuidando en La Espuela en su última temporada, año de
1998.
Pero
el mejor recuerdo gallístico de Genaro es para mí el de la jornada sensacional
en que se desafiaron el Norte y Garachico, celebrada en el cuartel de San
Agustín de La Orotava el 24 de mayo de 1992. Pablo Amador destapó aquel día el
tarro de sus esencias gallísticas y derrotó a Garachico, donde estaban los
mejores gallos de la isla, por 5-1, o sea mantilla rabona. Uno de los gallos,
un colorado 4, 2 y medio casteado por Eduardo Pérez Ascanio, venía a nombre de
Genaro, y yo recuerdo en mi vida pocos gallos que salieran de las manos del
cuidador con tantas ganas de pelear. ¡Soberbio! Solo algunos gallos de su
discípulo Quico Acosta y de Toño el Rebotallo he visto, en mis varias décadas de aficionado, que subieran a la valla con
tanto deseo. Al preguntarle alguien a Genaro dónde tenía metido aquel terremoto,
respondió: “¡En la bodega, bebiendo vino!”
Cuando
no con aficionados que estaban en la casa de gallos, yo iba por Casa Genaro con
mis amigos del Valle Tomás “Cho Pío” (que también era un ultra del Norte) y
Nilo Palenzuela, dilecto colega con quien venía del trabajo lagunero parando
allí para luego seguir él para la Cruz Santa y yo para La Orotava. No era
infrecuente que llegáramos a beber el litro de vino o más, sin que nunca
tuviéramos un solo problema en la carretera. Años después eso sería una utopía,
teniendo que pagar, como en tantas leyes, los justos por los pecadores. En este
sentido, Genaro tuvo la suerte de no ver los tiempos de miedo que siguieron.
¿Qué habrá sido de un personaje maravilloso que agarraba unas borracheras
tremendas allí y que era tan educado como para hasta pedir disculpas por
llamarse Lázaro? Otro de tantos canarios que en su vida solo hicieron trabajar,
respetar, estimar y derrochar simpatía, mientras la sociedad se llenaba de
parásitos.
Falta,
en la galería de fotos que acompañan este memorial, alguna en que se vea a
Genaro con su puro de costumbre, afición que compartíamos. Muchos le compré y
algunos le regalé. Victimado por la diabetes, durante algunos años escapó a la
amputación de la pierna, gracias a la buena labor del médico Domínguez,
tacorontero y cosechero también. Al final, había que subir a verlo al segundo
piso de su casa y el par de veces que lo hice le llevé un buen habano. Me apena
no haberlo visitado algunas veces más.
Doy
en seguida el enlace del espléndido homenaje que le hizo en su página Salvador
García Llanos, dos días después de que Genaro falleciera, el 3 de julio de 2017,
con 86 años cumplidos Se apreciará que lo llama erróneamente Genaro Gómez. Su
equivocación es explicable y reveladora: Genaro era simplemente Genaro. No
había otro. Ni podía haberlo.
*
En la foto con que abrimos esta nota, vemos a
Genaro detrás de su mostrador, donde aparecen dispuestos los programas de las
riñas de la semana y la hoja y el bolígrafo con que sacaba y, como señala con
gracia Salvador García, “redondeaba” sus cuentas. La siguiente, en el Pabellón
de Santa Úrsula, recoge el momento en que entrega a Eduardo Pérez Ascanio su
trofeo, y es la que yo saqué en el periódico.
Si
no me equivoco, esta otra foto con su trofeo en mano pertenece a la referida
jornada en que Pola Vieja se despidió de los gallos, cerrando un historial
fantástico desde que, a los 17 años, comenzara a aprender a fondo las artes gallísticas
con Pancho el Músico, en el partido Laguna-Norte.
Genaro,
con tres aficionados “clásicos” del partido Norte: Felipe Reyes, Antonio el
Crusantero y Manolo Sánchez. En particular los “duelos” entre el Crusantero y
Genaro eran antológicos, ya que eran personas de la misma raza.
Genaro
con otros tres aficionados del Norte, ya desaparecidos: Luis López, Antonio el
Calvo y Manolo Torres, este último un incondicional del bar de Genaro y amigo
inolvidable:
Genaro
con otro buen aficionado del Norte, Lalo Mesa, una excelente, bellísima
persona, de la popular Villa de Arriba de La Orotava, desaparecido en abril de
2014. Era un gran aficionado a los pájaros, al igual que Pablo Amador, que
Adolfo el Pichón y que otros gallistas. Junto a él, su mujer Amelia, que era (y
es) un encanto y exquisitez de mujer. ¡Qué calidad humana ha encontrado uno en
el mundo de los gallos! Me conmueve especialmente esta fotografía.
En
el Bar de Genaro, tan popular, se daba cita también la élite cultural, y aquí
lo tenemos, siempre bien dispuesto, con la entonces muy joven catedrática de
Literatura Inglesa de la Universidad de La Laguna, la tacorontera profesora
Beatriz Hernández:
Este
era otro personaje de órdago: Gutiérrez. Tenía una tienda de ropa inverosímil,
en plena calle Herradores de La Laguna, con mantas esperanceras a la puerta
(aún utilizo la que le compré, hace unos treinta años). Se atravesaba un largo
y angosto pasillo atiborrado de ropa a los dos lados, para encontrarse al fondo
con él tras su mostrador, donde guardaba siempre una botella de vino para
consumo propio y para invitar a algún amigo que por allí pasara, como era mi
caso. El año que ocupé un ático en Herradores, a la hora del almuerzo nos
veíamos en Maquila, cuando aún vivía don Antonio Cabrera, y comíamos en la mesa
de los amigos, primer cuarto de los que componían aquella curiosa casa de
comidas, comunicado con el bar y frente a la cocina. Gutiérrez los fines de
semana recorría el Norte vendiendo ropa, y siempre paraba en Casa Genaro. Dos
colosos.
Tras
escribir este homenaje a mi amigo Genaro, encontré por puro azar esta foto suya
fumándose un puro. Corresponde a una de las dos últimas veces que lo visité,
llevándole uno (sin duda, un Condal Robusto, que era lo mejor que le podía
ofrecer). Me congratulo por haber tenido la feliz idea de fotografiarlo en ese
momento y por haberme ahora encontrado la foto, a última hora.
*