sábado, 27 de junio de 2020

Recordando a Genaro Martín, bodeguero de Santa Úrsula



Los aficionados a los gallos que han dejado de ir a las riñas de gallos (y son legión) añoran, tanto o más que la emoción o el esplendor de las propias peleas, todo el mundo peculiar, único e incomparable, que las rodea. Para los aficionados del partido Norte de la isla de Tenerife, ese mundo incluía, más que en cualquier otro partido, la cultura del vino y en particular la cultura de los “guachinches”. Antes y después de las peleas, y también, para quienes frecuentaban regularmente la casa de gallos, todos los días como el otro que dice, ellos marcaban presencia en tal o cual guachinche que primaba por su buena cocina y sobre todo por el vino del momento. A lo largo de la pretemporada y luego de la temporada, que era cuando los vinos mejor estaban, se asistía a una auténtica peregrinación por los guachinches, convertidos en efímeros templos de culto. Entre todos los guachinches del Norte había por excelencia una estrella fija que, si ya no era un guachinche propiamente dicho, conservaba todo lo esencial de esta categoría tinerfeña: el Bar de Genaro, en el número 20 de la estrecha y empinada calle Hilos de Santa Úrsula, ubicada a pocos kilómetros de la gallera del Norte. Podíamos ir a Julio el Pienso, al Piojo, a Casa Pillo, al 10 %, a Peraza, a José el del Cisco, al Remache o a tantos otros que a veces solo abrían cuando tenían el vino de la propia cosecha, pero la estrella fija era Casa Genaro.
No voy a describir físicamente a Genaro, porque ofrezco varias fotos donde él aparece, de las muchas que le hice. Genaro era un personaje inmenso, como pocos ya aparecerán en esta sociedad de la mediocridad generalizada. Su sentido del humor era imbatible, y bien se las hacía para despreocuparse de todo: si el Tenerife ganaba, decía: “¡Qué bien se portó mi Tenerifito!”, y si perdía: “¡Me alegro! ¡Para que corran, gandules!” En política era franquista (de ese franquismo popular que encontraba buenos argumentos en la corrupción política de la democracia, en la desmoralización social y en la subida vertiginosa del paro), pero recibía en su casa a los socialistas del Puerto de la Cruz, de quienes era muy amigo. A su casa iba el propio alcalde perpetuo de Santa Úrsula, a quien en una ocasión me presentó, poniéndolo en un brete, ya que lo que él quería era pasar tranquilo y desapercibido unas cuantas horas. “Voy a presentarte al Jefe del Pueblo”, recuerdo que me dijo, poniendo el alcalde, apoyado contra la pared, cara contrita. A mí me llamaba “el catedrático”, ya que todo aquel que diera clase en la universidad era para él catedrático (en este caso, además, no se equivocaba). Yo solía pincharlo, pero porque en muy poco tiempo creamos una amistad llena de respeto y estima. Espíritu socarrón, Genaro respondía siempre con su mejor genio. Y era una delicia oírlo desgranar el rosario de historias picarescas de la vida antigua de Santa Úrsula, con él no raras veces de protagonista. Hombre amañado y, como eran los canarios antiguos, de mil oficios si hiciera falta, también llegó a proyectar películas en el cine de su pueblo, recordando el día en que se abarrotó el cine para ver a la despampanante Silvana Mangano en “Arroz amargo”, cuando él sabía de antemano que en todas las escenas tórridas se habían metido las tijeras del censor.
El vino de Genaro ha sido para mí el mejor que he bebido en la isla de Tenerife. Principalmente era el de su propia cosecha y el de un bodeguero de las Toscas de Ana María, al que recuerdo en su casa varias veces, un hombre serio, alto y de cara colorada. Vinos perfectos, de mucho cuerpo y aún sin los estragos de los sulfitos ni de los tanques inoxidables. Hoy los mejores no alcanzan aquellas cotas. Genaro tenía la bodega en el sótano, donde estuve un par de veces. Y es que arriba, aunque el espacio ya estuviera modernizado, lo teníamos todo: una buena barra, un salón amplio, el vino y el papeo. Sobre este último, hay que decir que la cocina de Genaro era espléndida. Él mismo preparaba algunos platos, pero el sello de la casa lo daban su mujer y sus dos hijas, que lo tenían todo hecho un primor, para unos tiempos en que la higiene ya era una exigencia. Doña Angelina, la mujer de Genaro, era muy simpática, y lo “pinchaba” tanto como yo. Buen gastrónomo, Genaro pertenecía a la Peña Potaje de Coles, que hacía su comistrajes de vez en cuando, y a la que pertenecía otro de los sus clientes fijos, el prestigioso otorrinolaringólogo orotavense Pedro Eustaquio. Un par de veces al año aparecía en el periódico una foto de la peña, y en ella la figura inconfundible de Genaro. Si tuviera que recordar un plato de su casa, aunque compitiendo con las cazuelas, sería el pulpo que pescaba en el Charco del Negro y otros puntos de la costa de Santa Úrsula uno de los vecinos que jugaban allí a las cartas. Fresquísimo y en su punto perfecto, regado con el mejor aceite de oliva. Era habitual preguntarle a Genaro que con qué había cocinado el pulpo, la morena o el pescado fresco, a lo que respondía: “Con aceite de camión”. Así se bromeaba, ya que todos sabíamos que allí se manejaba lo mejor. Pero sería imposible hablar de Genaro sin señalar la costumbre que más lo distinguía: servir los vasos a los visitantes... y poner uno para su propio consumo. Bien se lo merecía todo aquello que él ofrecía (empezando por el recital de su propia persona), y quien no comprendía su desparpajo, que no volviera. Esto, claro está, era motivo de frecuente guasa. En cierta ocasión, Antonio el Crusantero y los cuatro amigos con quien salía en peregrinación báquica los fines de semana, entraron y le pidieron “una cuarta, para probar el vino”. Parece que aquella broma sí que no le gustó a Genaro, quien fingió ir a buscar el vino y salió empuñando el cuchillo de cocina, ante lo cual todos ellos traspusieron.
Aún estará guardado en su casa el Libro de Honor que tenía Genaro. Era como un Salón de la Fama de las islas y resto del mundo. Aunque no sabía leer, Genaro (hombre bastante más inteligente que la inmensa mayoría de los analfabetos estudiados que forman la sociedad actual) sabía dónde estaba la firma de un Jerónimo Saavedra, del capitán general de Canarias o de tal o cual artista popular. Varios aficionados a los gallos dejaron allí su testimonio, y recuerdo unas buenas palabras de Modesto Torrens, lo que nos lleva a entrar en materia gallística, que ya era hora.
Genaro no era un gran aficionado a los gallos, lo que además no se lo permitían los horarios de su negocio. Pero para empezar era compadre de Fariña, el administrador del partido Norte, con quien llegó a ir a Francia, viaje del que hacía un relato impagable, sobre todo de sus andanzas por París, aunque creo que si algo lo impresionó fueron las viñas de Burdeos (se me viene ahora a la memoria que Genaro tenía un hermano en Burdeos, que ya había fallecido, y cuyos hijos llegaron a visitarlo en Tenerife). Por aquella amistad con Fariña, supongo, Genaro hasta dio durante muchos años una copa al partido vencedor de la contrata con La Espuela, y yo lo saqué en el periódico entregándosela a Eduardo Pérez Ascanio, lo que evidentemente fue una fiesta. Por allí pasaba toda la afición del Valle: don Florencio el joyero de La Laguna, Eduardo Pérez Ascanio (padre e hijo), Luis Machado, Pepe Borges Acevedo (este iba todos los domingos a comer, con su familia), Pepe Rico, Lalo Mesa, Pedro Cabrera, Juan Díaz, Salvador Hernández, Palmerito, Felipe Reyes, Cecilio Acevedo, Pedro Rivero, Manolo Torres, etc., y, por supuesto, los galleros del Norte, recordando yo aquí perfectamente a Jorge Benítez, a Pablo Amador, a Paco Falcón y a Maso, este último cuidando en La Espuela en su última temporada, año de 1998.
Pero el mejor recuerdo gallístico de Genaro es para mí el de la jornada sensacional en que se desafiaron el Norte y Garachico, celebrada en el cuartel de San Agustín de La Orotava el 24 de mayo de 1992. Pablo Amador destapó aquel día el tarro de sus esencias gallísticas y derrotó a Garachico, donde estaban los mejores gallos de la isla, por 5-1, o sea mantilla rabona. Uno de los gallos, un colorado 4, 2 y medio casteado por Eduardo Pérez Ascanio, venía a nombre de Genaro, y yo recuerdo en mi vida pocos gallos que salieran de las manos del cuidador con tantas ganas de pelear. ¡Soberbio! Solo algunos gallos de su discípulo Quico Acosta y de Toño el Rebotallo he visto, en mis varias décadas de aficionado, que subieran a la valla con tanto deseo. Al preguntarle alguien a Genaro dónde tenía metido aquel terremoto, respondió: “¡En la bodega, bebiendo vino!”
Cuando no con aficionados que estaban en la casa de gallos, yo iba por Casa Genaro con mis amigos del Valle Tomás “Cho Pío” (que también era un ultra del Norte) y Nilo Palenzuela, dilecto colega con quien venía del trabajo lagunero parando allí para luego seguir él para la Cruz Santa y yo para La Orotava. No era infrecuente que llegáramos a beber el litro de vino o más, sin que nunca tuviéramos un solo problema en la carretera. Años después eso sería una utopía, teniendo que pagar, como en tantas leyes, los justos por los pecadores. En este sentido, Genaro tuvo la suerte de no ver los tiempos de miedo que siguieron. ¿Qué habrá sido de un personaje maravilloso que agarraba unas borracheras tremendas allí y que era tan educado como para hasta pedir disculpas por llamarse Lázaro? Otro de tantos canarios que en su vida solo hicieron trabajar, respetar, estimar y derrochar simpatía, mientras la sociedad se llenaba de parásitos.
Falta, en la galería de fotos que acompañan este memorial, alguna en que se vea a Genaro con su puro de costumbre, afición que compartíamos. Muchos le compré y algunos le regalé. Victimado por la diabetes, durante algunos años escapó a la amputación de la pierna, gracias a la buena labor del médico Domínguez, tacorontero y cosechero también. Al final, había que subir a verlo al segundo piso de su casa y el par de veces que lo hice le llevé un buen habano. Me apena no haberlo visitado algunas veces más.
Doy en seguida el enlace del espléndido homenaje que le hizo en su página Salvador García Llanos, dos días después de que Genaro falleciera, el 3 de julio de 2017, con 86 años cumplidos Se apreciará que lo llama erróneamente Genaro Gómez. Su equivocación es explicable y reveladora: Genaro era simplemente Genaro. No había otro. Ni podía haberlo.

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En la foto con que abrimos esta nota, vemos a Genaro detrás de su mostrador, donde aparecen dispuestos los programas de las riñas de la semana y la hoja y el bolígrafo con que sacaba y, como señala con gracia Salvador García, “redondeaba” sus cuentas. La siguiente, en el Pabellón de Santa Úrsula, recoge el momento en que entrega a Eduardo Pérez Ascanio su trofeo, y es la que yo saqué en el periódico.


Si no me equivoco, esta otra foto con su trofeo en mano pertenece a la referida jornada en que Pola Vieja se despidió de los gallos, cerrando un historial fantástico desde que, a los 17 años, comenzara a aprender a fondo las artes gallísticas con Pancho el Músico, en el partido Laguna-Norte.


Genaro, con tres aficionados “clásicos” del partido Norte: Felipe Reyes, Antonio el Crusantero y Manolo Sánchez. En particular los “duelos” entre el Crusantero y Genaro eran antológicos, ya que eran personas de la misma raza.


Genaro con otros tres aficionados del Norte, ya desaparecidos: Luis López, Antonio el Calvo y Manolo Torres, este último un incondicional del bar de Genaro y amigo inolvidable:


Genaro con otro buen aficionado del Norte, Lalo Mesa, una excelente, bellísima persona, de la popular Villa de Arriba de La Orotava, desaparecido en abril de 2014. Era un gran aficionado a los pájaros, al igual que Pablo Amador, que Adolfo el Pichón y que otros gallistas. Junto a él, su mujer Amelia, que era (y es) un encanto y exquisitez de mujer. ¡Qué calidad humana ha encontrado uno en el mundo de los gallos! Me conmueve especialmente esta fotografía.


En el Bar de Genaro, tan popular, se daba cita también la élite cultural, y aquí lo tenemos, siempre bien dispuesto, con la entonces muy joven catedrática de Literatura Inglesa de la Universidad de La Laguna, la tacorontera profesora Beatriz Hernández:


Este era otro personaje de órdago: Gutiérrez. Tenía una tienda de ropa inverosímil, en plena calle Herradores de La Laguna, con mantas esperanceras a la puerta (aún utilizo la que le compré, hace unos treinta años). Se atravesaba un largo y angosto pasillo atiborrado de ropa a los dos lados, para encontrarse al fondo con él tras su mostrador, donde guardaba siempre una botella de vino para consumo propio y para invitar a algún amigo que por allí pasara, como era mi caso. El año que ocupé un ático en Herradores, a la hora del almuerzo nos veíamos en Maquila, cuando aún vivía don Antonio Cabrera, y comíamos en la mesa de los amigos, primer cuarto de los que componían aquella curiosa casa de comidas, comunicado con el bar y frente a la cocina. Gutiérrez los fines de semana recorría el Norte vendiendo ropa, y siempre paraba en Casa Genaro. Dos colosos.


Tras escribir este homenaje a mi amigo Genaro, encontré por puro azar esta foto suya fumándose un puro. Corresponde a una de las dos últimas veces que lo visité, llevándole uno (sin duda, un Condal Robusto, que era lo mejor que le podía ofrecer). Me congratulo por haber tenido la feliz idea de fotografiarlo en ese momento y por haberme ahora encontrado la foto, a última hora.


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